está en conocer la enfermedad
y en querer tomar el enfermo
las medicinas que el médico le ordena.
Don Quijote
Monterrey.- Podríamos decir que el fenómeno de la inflación, visto como enfermedad, ha estado latente como elemento potencialmente significativo en el desempeño de las economías desde que se formalizó el uso del dinero. La tesis monetarista, atribuida a la escuela de Chicago, que se concreta a explicarla como el eventual surgimiento de un acervo de monedas y billetes en poder del público, por encima de la disponibilidad de bienes y servicios, algo que en términos pueblerinos se percibía cuando “había mucho dinero en poder de la gente –decían– y muy pocas cosas qué comprar con él”; y agregaban: “volvieron los bilimbiques (sic)”, aquellas notas semanales de raya (billing weekend) del porfiriato que llegaron a usarse como dinero, sin control, en algunas partes de México.
Posiblemente fue la hiperinflación alemana de hace un siglo, la más clara explicación de cómo el crecimiento desmedido en los precios –por falta de una regulación autónoma– puede llegar al extremo de colapsar toda una economía, si no se maneja adecuadamente la cantidad de dinero en circulación en un país cualquiera. Casualmente, en esa época fue creado El Banco de México (Banxico), en 1925, con el propósito fundamental de controlar la inflación, independientemente del quehacer político, con facultades para usar los medios necesarios en cuanto a la cantidad de dinero en circulación necesaria en el proceso de generación real de satisfactores, y centralizar la operación del sistema bancario nacional público privado.
El monetarismo llegó a ser, dentro del análisis económico, una herramienta limitada a explicar el proceso inflacionario en términos propios de un sistema monetario organizado, es decir, le dieron forma teórica a lo que el sentido común ya venía contemplando. Añadiendo, desde luego, la institucionalización y los mecanismos más eficaces para regular el crecimiento del nivel general de precios del keynesianismo de los años 30.
Gracias al acertado desempeño de Banxico, cerca de medio siglo de la trayectoria económica del país (1925-76) puede calificarse como disciplinada en materia monetaria porque, a diferencia de las economías latinoamericanas, pudo mantener bajo el nivel de inflación, sobre todo durante un cuarto de siglo posterior a la Guerra II. No así cuando, en la víspera, la tecnocracia encontró el medio propicio para la aparición del modelo neoliberal.
El agravamiento de los aspectos estructurales del país, desechados por los monetaristas primero, y la incorporación de la ideología neoliberal después, hicieron cada vez más vulnerable a la economía mexicana a la monetización y, por lo tanto, a la inflación. Entre los aspectos estructurales notables, México se destaca históricamente por ser una economía dependiente del país más poderoso del mundo, y haber adoptado un sistema político influido, de alguna manera, por un pasado dictatorial.
Aparentemente, con el neoliberalismo fue posible acabar con la política de financiar el gasto público mediante la inflación de la economía. A falta de un eficaz cobro de los impuestos, se acudía a la emisión de dinero, convirtiendo así a la inflación en la carga impositiva más injusta; a cambio, por instancias tecnócratas, el presupuesto del gobierno se fortaleció principalmente con el impuesto al valor agregado (trasladado al consumidor), el cobro a los servicios de electricidad y las utilidades por la explotación petrolera.
Además, los economistas primerizos del régimen neoliberal del nuevo milenio fueron incapaces de aprovechar las bondades de la disciplina monetaria para establecer una estrategia de crecimiento económico equitativo, priorizando el gasto hacia la inversión pública, y reduciendo al mínimo el dispendioso gasto corriente, según lo recomendaban los economistas maduros en los años 60, como la mejor opción para contrarrestar los picos inflacionarios.
Desde la llegada de AMLO al poder en 2018, y a raíz de su política de redistribución del ingreso usando el gasto de gobierno, el conservadorismo nacional veía desencantado al régimen de la llamada 4T, empezando por el inevitable incremento general y recurrente de los precios. La presión inflacionaria aumentó por el deterioro en la producción de bienes y servicios –interno y mundial– ocasionado por la pandemia, y no por la nueva política de gasto social que en sí está sustentado por el acopio de recursos reales.
Ahora que ha finalizado la crisis sanitaria, existe la prisa por reactivar la economía. De ahí que la política económica del gobierno de López Obrador se haya orientado, con apremio, hacia el tema de la inflación como ineludible punto de partida y, para el caso, se han puesto en marcha en primera instancia medidas heterodoxas, como son el control de precios en los servicios públicos y los pactos con los empresarios más poderosos. Esperemos que prosigan acciones de mayor alcance para regular con mayor eficacia al mercado, como sería el caso de restringir el crédito al consumo –un condicionante de la monetización apenas perceptible– para reasignarlo a la inversión productiva que permita ampliar la oferta de bienes y servicios estratégicos suficientes para dejar de ser cubiertos por el velo monetario.
Así como una enfermedad no se diagnostica a partir de un solo síntoma, cualquier proceso curativo no se reduce a la administración de un solo componente activo; valga la metáfora para establecer tratamiento de la inflación –no para una curación absoluta– capaz mantenerla a un nivel mínimo para fortalecer estructuralmente a la economía; para ello se requiere de una combinación adecuada de remedios aplicables a un paciente con voluntad de recibirlos en los términos que se le indican.
Un ejemplo palpable acerca de lo que puede pasar los precios si no se toman