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HEMEROTECA

La Quincena No. 48
Octubre de 2007
contacto@laquincena.info


Director:
Luis Lauro Garza

Subdirector:
Mario Valencia

Mesa de Redaccion:
Tania Acedo, Luis Valdez

Asesor de la Direccion:
Gilberto Trejo

Relaciones Institucionales:
Abraham Nuncio

Coordinador de Cultura:
Adolfo Torres

Comunicación e Imagen:
Irgla Guzmán

Asesor Legal:
Luis Frías Teneyuque

Diseño:
Rogelio Ojeda

Fotografía:
Erick Estrada y Rogelio Ojeda

Ilustraciones
:
Chava

Distribución:
Carlos Ramírez

Internet:

     La pantalla (continuación)

Desistió de las alternativas y buscó en la cartografía de su memoria la ubicación más próxima, a su ruta de manejo, de los bares, cantinas, prostíbulos y antros a su alcance. Definió la búsqueda en lugares no visitados, nada de cliente frecuente, lo no inscrito en la nómina de la cotidianeidad, esa noche deseaba conocer un mundo raro y recordó a José Alfredo repitiéndose en la sonoridad de las sinfonolas modernas del Ranas, el Manhattan o el Jefes, que por diez pesos traen a escena el martirologio del macho que sufre y llora, que maldice su destino y que sin empacho manda al diablo, porque es muy hombre, a los amores más perros aunque duela en el alma y cueste un huevo reponer la que se fue. Esas cantinas estaban ya muy vistas y empezó a rondar cauteloso las opciones que las autoridades municipales han permitido instalar en cada esquina del centro de la ciudad, abandonada por el decoro de las familias de antaño que se fueron muriendo o huyeron del bullicio y de la falsa sociedad (otra vez José Alfredo).

En las coordenadas de su buscador se vio estacionándose a media cuadra de las cenadurías más folclóricas y tradicionales de Monterrey, La Rosa Náutica y La Juárez , fuente principal de triglicéridos y colesterol en las garnachas, sopes, enchiladas y flautas que nutre a las panzas más representativas de los regiomontanos. Caminó por Aramberri y su primer intento fue en La Gaviota. Demasiado temprano, el bodegón estaba vacío, dos o tres albañiles babeaban a sus interlocutores discutiendo las culpas de las fallas cometidas durante el día en la construcción. El bar Montejo no fue tampoco mejor opción, había más gente, todos borrachos avanzados, algunos tirados bajo las mesas, bocarriba, como hipnotizados por los chicles multicolores que se quedan petrificados como testimonio del homus urbanus.

El paraíso estaba enfrente, junto al Súper 7 ó Seven Eleven que nos trajo el TLC y la globalización para exterminar de un solo golpe (José Alfredo de nuevo) los tendajos y estanquillos de los dones y las doñas del barrio. Una postal irrepetible lo aguardaba al pasar el umbral de lo que debía haber sido una puerta, pero que la arquitectura antral (léase antro) convirtió en un pasaje sinuoso, una “S”, como la entrada a un dédalo mitológico donde las ninfas esperan (Ninfas y Azucenas y Marthas y Juanas que se han cambiado el nombre para hacerlo más volátil y seductor) y los zánganos liban. La Pantalla es un bar donde la diversidad cultural se cumple y se respeta. Al fondo, con la intensidad luminosa al alcance de los jugadores, la mesa de billar es un destello de prudencia dogmática, el apartheid segregacionista de los plenos, los que ya llenaron de las mundanades de la vida, los satisfechos que han constituido el tercer mundo de la bohemia, los jubilados jubilosos que les basta completar el tiempo que les queda.

A la derecha está la barra con los egoístas que le dan la espalda al placer y al regocijo, los sufrientes bebedores de la nostalgia y el tedio. Empinan el codo y abultan la joroba llena de rencor y de odio, de soledad empedernida, quasimodos del abandono sin suerte y ya casi también sin fe. Ellos no cuentan. Estatuas de sal que sin ver el pecado enmudecieron y sólo los mueve la culpa de la infamia que invade a los trashumantes sin destino definido. A la izquierda un grupo toca música vallenata y cumbia colombiana, rítmica, que enciende las pasiones en las caderas y en pasos vertiginosos que van de un lado al otro de la pista. Las parejas conocen bien la cuadratura musical y no hay errores en cada paso, en cada movimiento de manos, en cada quiebre, la armonía es precisa y el cansancio nulo.

No hace falta describir las faldas cortas y los vientres abultados marcados por las cirugías cesáreas de las bailarinas que esperan a su mejor cliente para bailar y hacerle compañía; las zapatillas de Impuls o de Andrea con los que se sienten Paulinas Rubio o las Monserrat Oliver de la pista; soñadas meretrices con celulitis y vénulas azulosas en las corvas riendo a carcajadas entre chistes y perfumes baratos enmarcando la pista.

Junto a la puerta un hombre de unos sesenta años, muy moreno y con barba de candado totalmente encanecida, luce unas botas industriales y unas tobilleras largas de algodón blanco, trae pantalones cortos que resaltan por la blancura de sus fibras, camiseta de tirantes, también blanca, y encima, abierta, una camisa hawaiana de colores vivos en naranja y amarillo. Crucifijo al pecho. Bebe un par de tragos, coloca la botella en el banquillo y baila solo, sin retirarse de la puerta. Su estatura corta lo hace verse infantil, una especie de mono vestido que presume sin compañía de mujer alguna o destreza para el baile. Tres giros, unos pasitos hacia adelante, levanta a medio chamorro sus botines y hace bambolear sus nalgas de simio. Trae pulseras baratas de artesanía con falsa pedrería. Un padrote en retiro, resistiéndose a ocupar su lugar en la mesa de billar.Q

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