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HEMEROTECA

La Quincena No. 48
Octubre de 2007
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LA BENDITA PALABRA

Aquella muchacha

Daniel Salazar

En octubre empecé a tratarla. Bella e irreverente como ella sola, recuerdo que cada fin de semana le daba por abandonar la ciudad, por corretear la impaciencia. Nunca conocí dotes más exclusivas en aquel paraíso de vírgenes; era la perfección andando. Sé que otras flores la envidiaron mientras yo espantaba insectos anhelantes de su miel y su perfume. Con frecuencia sonreía, y su gracia me transportaba hacia la imagen de un cofre rebosante de oro, perlas y diamantes. Qué más podía colmar el alma de pirata que llevaba dentro (¿acaso debo confesar aquí que el resto de las joyas las encontré más adelante colgadas del escote de la luna?).

Un pequeño departamento, que de cuando en cuando asumía las veces de centro de convenciones, era su placentero refugio.

En él, aquella muchacha me sermoneó no pocas veces el origen y los tormentos de la pobreza, la necesidad del compromiso social. Pudimos imaginar que el mundo habría de ser nuestro, trazar las mil maneras de despilfarrar la libertad recién descubierta. Desde entonces nos burlamos con sarcasmo de las normas establecidas, de aquellas “pequeñas baratijas de la clase media”.

Una noche de tormento, camino a Roma, emprendí el vuelo de una serenata hasta el esplendor de su casa . Borracho de amor y escoltado por una banda de alcahuetes, trepé por un árbol rumbo al cielo, en busca de la gloria efímera. En aquel arrebato, la pasión, ciega como ella sola, extravió su destino: fue a parar a la recámara de sus indignados padres. Los improvisados músicos, ajenos a los detalles de la incursión, olvidaron la romanza por escandalizar con orines la calle Nightingale. Esa noche de asalto, sin victoria ni plaza ocupada, evadí la desventura amorosa, y los sonoros fogonazos de un patriarca receloso.

Continué mi viaje libertario. Le insistí mi deseo: vida independiente a su lado; pero su orgullosa negativa me obligó a buscar atajos y recovecos. Así fue como llegué a considerar los consejos de un juez de lo civil : “Este no es un camino de cabras, me dijo, aquí el recorrido es más largo, está sujeto a leyes, y muchas de las veces es más ingrato.” Su padre, don Aldo Cassori, un veterano de amores y tempestades, se incorporó de lleno en la querella. Enterado del protocolo en curso, e invocando el honor de la familia, antepuso como condición no una, sino dos misas para la hija predilecta. Complicadas las cosas y sin gratificación alguna, aquel juez de registro quedó incluido en la lista de damnificados, y la habitual epístola del viejo liberal no pudo ser leída para la ocasión prevista. No hay duda de que fui feliz con aquella muchacha, aunque esa relación no tuvo el mejor de los finales.

Sé que aún existen personas deambulando en aras de la “felicidad; la ven como una meta, como un todo perfecto y para siempre. Nunca falta el que dice que “está directamente relacionada con el destino”, previamente escrito y subsidiado por gobiernos del más allá. Pero en ministerios del corazón, lo más parecido a esa inspiración mitológica es lo que a diario puede construirse, en el deseo de vivir en una civilización mejor. La felicidad, entiendo ahora, no se encuentra a la espera de alguien, y lo más parecido pudiera revelarse en el trayecto mismo de su búsqueda.

Los años pasaron. Mis fabulosos veintes se esfumaron irremediablemente. Yo continué la recolecta de los sueños y en mi morral de viaje empaqué nuevos propósitos. A partir de entonces, cada año, al revisar mi equipaje durante el otoño, encontré siempre banderas rojas y otros amores. A ella la seguí amando por mucho tiempo, y en las noches la recordaba por el bálsamo de su fragancia. La rememoraba portando un perfume primaveral, una esencia que había marcado para siempre mis sentidos. Era el toque maestro de su vanidad inconfesada: el cautivante “Heno de Pravia”, mismo que se procuraba por encargo desde el recóndito Principado de Asturias. Q

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