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No es la cita, ni siquiera la premonición del encuentro, lo que nos arroja a la calle por las noches; es esa extraña costumbre de quedar atrapado en medio de lo que fueran los viejos callejones de una ciudad sin Macroplaza, donde los recovecos de las viejas construcciones nos preparaban para la aventura y nos refugiaban para los fugaces amoríos de una juventud que se extraña, quizá es esa nostalgia lo que nos mantiene con los nudillos apretados al volante, por lo menos una mano.
En aquellos días, Monterrey y los de esa generación se amontonaban en el frente del ya desde entonces viejo Palacio Municipal; los jóvenes giraban en torno de la plaza como en un viejo ritual mientras se refrescaban en los depósitos del rumbo o se refugiaban en el entonces prodigo rincón denominado el Sabadaba.
Deambular por ese primer cuadro era parte de un ritual inevitable, las generaciones se cruzaban no sólo por las calles, sino también por los sitios que los albergaban, todos en el primer cuadro.
La Fuente Monterrey donde las familias, llegada la hora, le daban el paso a las jóvenes parejas, mantenía una imagen de frescura, cuando las ciudad empezaba a cambiar de colores y sabores, mientras los mayores salían del Fornos o del Miramar, para refugiarse en el viejo Patio Mexicano.
Algunos, en los primeros meses del año, iniciaban la tarde en el Elizondo para alegrarse con la Muestra Internacional de Cine y respirar intelectualidad ante lo que eran simples estrenos hollywoodenses, mientras que otros cruzaban a la entonces reciente moda de las pizzas, los más disminuidos se complacían con tortas del Minuit, donde Tomy los agasajaba con una cantidad que alegraba, aunque en sustitución de la calidad.
Sobre Zaragoza, los niños gozaban de las donas de sabores al lado de la Esquina Básica, donde los éxitos de moda se adquirían y se presumían en el Sputnik, antes de meterse a cualquier sitio donde las bebidas eran frías y las botanas calientes.
Llegada una hora, las cosas se definían, los niños y las familias se retiraban, los adultos atravesaban las calles para adentrarse a los cabarets donde llegaban a la noche y más allá de ella.
La plaza Hidalgo entonces se llenaba de los muchachos de entonces, que brotaban de sitios como el Café Flores o el Stop, y que pensaban en el Elefante Rosa mientras caminaban hacia el boliche.
Monterrey salía del espasmo de los sesenta, las batallas de las clases sociales se abrían a las expresiones generacionales, y se mostraba en un abanico oriental agitado, pero lleno de huecos. La crisis generacional nos encontró en una ciudad con subterfugios, donde la música de los grupos regionales sonaba en inglés a través de La Tribu Soul Band, o la Banda Macho, en medio del olor del pachuli, y del Brut en los más refinados.
Pero también al calor de esas emociones vivimos el encuentro y el desencuentro. Monterrey atestiguó los detalles, nos enamoramos y recorrimos sus calles como si fueran hermosas. Lo hicimos también con la ira de la represión social y hasta con el dolor del primer rompimiento, buscando esquina para no hablar del divorcio, siempre hubo una, siempre hay una.
Así es, siempre ha habido una  esquina y una voz amigable además de un hombro a modo. Quizá eso haga de Monterrey una ciudad tan especial, donde en cada sitio hay un encuentro: espacios donde los temas se suceden y los afectos se derraman, lugares donde el viejo gesto de la búsqueda del contacto corporal encuentra su respuesta.
A veces ocurre que la soledad nos envuelve y las noches de Monterrey nos llaman. Es entonces cuando apagamos el ambiente artificial, abrimos las ventanas y respiramos su aroma; a pesar de la contaminación y ambiente denso de los últimos días, Monterrey huele a nosotros, es parte de nosotros y entonces asumimos que estamos unidos, somos responsables de ella y de alguna manera somos parte de este rostro que ahora le vemos y que simplemente es un espejo de lo que hemos sido y una condición inevitable de lo que vamos a seguir siendo.
Ha sido testigo, cómplice, amiga y enemiga, ha derrumbado sus paredes para abrir espacios sin esquinas, ha inventado ríos para evadir la resolana, pero no han podido quitarle la magia de la noche que cada término de día nos envuelve y nos saca a sus calles por cientos y por miles; a pesar de las instancias autoritarias que pretenden tutelarnos como menores y a pesar de las acechanzas de quienes se sienten los nuevos dueños de ella porque acumulan los vicios de muchos; también se irán, como se han ido muchos, sin pena ni gloria.
Habrá otros que la amen y algunos que la ataquen. Seguramente como mujer ajena no nos recordará, pero nosotros la llevaremos intensamente en la memoria, junto a las historias que tejimos juntos, y con los siempre queridos compañeros de viaje.

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