A Luis Lauro Garza Hinojosa
Aventurero Cupido de este amor
Monterrey me conquistó despacio, mostrándome poco a poco sus encantos. Es como un hombre moderno y tradicional al mismo tiempo. Corre rápido para estar al tanto del conocimiento, y a veces se sienta contemplativo, mirando el cielo, acariciando el orgullo de ser regiomontano. Su perfume es el aroma del carbón de mezquite encendido sobre el brasero; sus grandes brazos, fuertes y extendidos en el horizonte, tienen nombre, Cerro de la Silla, símbolo protector de su pueblo. Monterrey tiene nombre regio, es de esos amores que no conquistan a la primera mirada. Tienes que conocerlo poco a poco, e ir descubriendo sus misterios. Pero una vez que te enamora, es difícil dejarlo y, más, olvidarlo.
Llegué a esta ciudad, después de haber coqueteado con Morelia, Michoacán, una ciudad fría, elegante y llena de historia. El contraste con el clima, la modernidad y la aparente frialdad de la sociedad nuevoleonesa me dejaron perpleja. Caminando por sus grandes avenidas y sus cuadradas manzanas, llegué a pensar que caminar aquí era algo casi prohibido. Las largas cuadras de algunas avenidas me parecían interminables, el sol pesado y la falta de accesos que facilitaran el cruce de un lado al otro a los peatones, provocaban la apertura de mis sentidos para no morir atropellada, insolada o perdida. Era exhaustivo lograr llegar a un destino, especialmente cuando desconoces no sólo la ciudad sino las rutas de transporte.
La gente de carro, bloqueada por los vidrios cerrados para refrescarse con el aire acondicionado y por la prisa, era inaccesible. Las personas de a pie sólo conocían sus propias rutas y nada más, muchas incluso eran de fuera de la ciudad. Monterrey no era un hombre fácil, había que descubrirlo. No era de esos que se dejan querer a la primera, sino un hombre de pocas palabras y muchas sorpresas, pero coqueto, sin llegar a la obviedad. Poco a poco, una vez que comencé a sentir la confianza de caminar por sus calles, que los paisajes y los rostros me fueron más familiares, se fue el miedo. Suavecito, sin darme cuenta, me dejé querer, me dejé abrazar por el sol de otoño, por los paseos y paisajes de la Carretera Nacional, por la alegría de los payasos de la Macro Plaza, por las sonrisas de la gente paseando los domingos en el Paseo Santa Lucía, me dejé llevar hasta perderme entre sus calles.
Aunque la diferencia de clase en Monterrey es algo notorio, la amabilidad no tiene clase social. Nunca pensé que algún día viviría aquí. Para mí era un lugar seco en donde a veces o no llovía o se inundaba, es decir, extremo por naturaleza. Así es su sociedad, pero yo también; y entre dos seres que tienen tanto en común pueden suceder dos cosas, o te fundes en el otro y lo vives por el resto de tu vida, o lo conoces tan bien que es molesto adivinar hasta lo que piensa y terminas odiándolo, de manera que cuando me di cuenta de esto, temí enamorarme más y no querer salir nunca de ahí, tal vez por eso tomé maletas y corrí.
A distancia dudo bastante volver y perderme en sus brazos, o quedarme aquí en Colima, la ciudad en donde está mi familia. Así son los grandes amores, siempre te tienen en dudas, a veces los añoras tanto que darías casi todo por volverlos a encontrar y, a veces no soportas ni el sonido de su respiración.
Monterrey es ya uno de los grandes amores de mi vida. Los amigos aquí están también, entrañables, sinceros, me abrieron su corazón. Los extraño, a todos ustedes que compartieron conmigo este amor regio de ilusión y desencanto, a ustedes los locos que han estado conmigo en los buenos y malos momentos de mi amor Monterrey, pero siempre, brindando por mi viaje de ida y por el viaje de regreso, eternamente en el Reforma o el Gargantúa, lugares del encuentro, los templos del reencuentro. Amén.
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