Monterrey.- La grieta que se abrió entre los dos fue dolorosa y profunda. Mató el amor, ya ni siquiera quedaba el consuelo del odio, la indolencia avasalló su vida hasta volverlos dos extraños. De facto todos somos extraños ante nuestros semejantes. El amor al prójimo es un mito carnavalesco. Como el de aquellas encopetadas que se retratan abrazando a un minusválido para aparecer en un periodicucho de renombre.
Separados por pavoroso abismo ya no quedaba nada, acaso un poquito de rabia personal, irracional, por seguir juntos. Ostensiblemente fueron colmando sus momentos de suspicacia, de pequeñas mordacidades para no infartarse de aburrimiento. Su habitáculo quedó convertido en un nido solitario, en un nicho, otrora bullente y feliz, dedicado al vacío.
Aquella tenebrosa fisura fue llenándose de piedras, de certeros reproches, vestigios de un pasado vivo que permanecía allí como una herida abierta. Todo lo bueno fue borrado. Entonces creció entre ellos un muro, que subsanó la fosa, configurado con devaneos, sobresaltos, inconsciencias, dudas, soberbia, orgullo vano, atosigamientos y deseos insanos de matar o de suicidarse.
Y el impresionante muro creció y creció hasta tocar el cielo. Tenía la solidez de un cristal de roca de 4 pulgadas enmarcado por la indiferencia, el cual, sin quererlo, atajaba los certeros disparos cotidianos que mutuamente se hacían. Podían verse, pero jamás tocarse y cada uno era la infortunada y doliente imagen reflejada en el espejo del otro. Sin embargo, todavía los unían poderosos intereses comunes. Su futuro era incierto. La cordialidad era su única esperanza.