Monterrey.- Llegas jubiloso a los 60, e “ipsofacto” decides tramitar la “tarjetucha” que te dará acceso a un sinfín de amenidades promovidas por el HH Gobierno, como si el hecho de llegar a viejo implicara ser un poquito más feliz. Tu hijo te ayuda a buscar cómo hacer el trámite en Internet, requisitos, módulos, ubicación… ¡Oh, decepción! El trámite no puede hacerse “en línea”, pero viene un número telefónico, para concertar una cita y acudir luego al lugar. Aunque decía de lunes a viernes, ese segundo día, después de tu “cumple”, efectuaste las primeras 45 llamadas sin resultado; y al tercer día, 50; al cuarto día, 60; hasta llegar a casi cien llamadas en un lapso de dos semanas.
Decides acudir al módulo, a ver qué pasa. Amablemente, una chica en la entrada te dice que solo es con cita y te pregunta por “los papeles”. Le dices que los tienes listos desde hace 15 días; los revisa y te aclara que te falta el CURP; arguyes que en internet no venía ese requisito; y te responde que no le hagas mucho caso a lo que viene allí (sic); incluso el número al que marcaste tantas veces, se presupone que no es, o no existe (más sic); y te proporciona otro número de teléfono, que sí existe. Concluyes que volverás mañana con toda la papelería necesaria y te alejas refunfuñando, al cabo ni te gusta, pensando por qué hacen tan complicado un trámite tan sencillo. A tu mujer (obvio, sin pandemia) se la entregaron en 20 minutos.
Regresas después de varios días en los que, por no dejar, hiciste por lo menos otras 100 llamadas y nada; el nuevo número siempre ocupado, o de plano nunca contestaron del otro lado de la línea. Otra vez la pregunta sobre la cita; ahora es un muchacho; le dices que en ese número tampoco nunca contestan. Te deja pasar “a ver qué te dicen allá adentro”. El guardián del edificio (hacía muy bien su papel) te pregunta a dónde vas. Al Inapam. Y de nuevo el estribillo de la pregunta: “¿Tiene cita?” Mañosamente le dices que sí, y muy campante te diriges a la oficina que te indicó.
Tocas discretamente, moderadamente, fuertemente… Al parecer no hay nadie. De pronto asoma una señora morena con lentes y te pregunta qué deseas. Tu credencial del Inapam, obviamente. “¿Tiene cita?” Otra vez la pinche preguntita. A ella no puedes engañarla. Le dices que no. Es que sin cita no podemos atenderlo. “Pero no hay nadie, por qué no”. “Es que solo es con cita telefónica”. “¿Y dónde hacen las citas?” “En un conmutador, lo malo que es un solo número para todo el estado”. (Vaya soberana estupidez, en un mundo tecnologizado, ahora lo entiendes todo.)
“Pero se las hacen llegar a ustedes”. “Sí, aquí nos llegan”. “Y por qué no me anota de una vez la cita, o si puede atenderme ahorita, mucho mejor, mire, no hay nadie”. “¡Es que solo es con cita telefónica!” (¡Uta madre…!, de plano esta mujer está pero bien enajenada –piensas.) “Pero qué le cuesta anotarme como si hubiera hecho la cita”. “¡Es que sin cita telefónica no puedo atenderlo!” “¡Entiéndame, por favor!” (suplicante). “Sabe qué, no la entiendo, deveras, qué pésimo servicio”. No dices más y te alejas de allí, temeroso por un ‘bajón del azúcar’, o un indeseable infarto.
“Qué le dijeron”, te pregunta el chavo de la puerta. “Que solo es con cita telefónica”, respondes como autómata, ya enajenado en aquel laberinto sin salida. “Mire, le voy a dar un consejo, llame los lunes, miércoles y viernes de 8 a 10 de la mañana o de 2 a 4 de la tarde, es cuando contestan”. Te la crees, llevas 6 semanas marcando como pendejo, sin que nadie conteste y seguramente ya rebasaste las mil 500 llamadas y reflexionas atribulado… Definitivamente los ancianos estamos pero bien jodidos en esta patria mía… Y encabronado por enésima vez, te preguntas, ¿dónde se denuncia esto?