Monterrey.- El vejete avanzaba lentamente con su carretón lleno de trebejos y chucherías por la calle de luz. El calor de 38° hacia más lenta la tarde y el tufo de la pobreza que despedían carretilla y dueño, llegaba penetrante hasta el más insensible olfato. El pavimento quemaba los pies del carretonero al través de sus destartalados huaraches. Se detenía breves instantes sofocado por aquel micro infierno mientras que el perro corría a refugiarse en un resquicio de sombra para enfriar sus patas y su anatomía entera.
El viejo lo llamaba, - ¡Negro…! Y de nuevo emprendían, achacosamente la marcha. Otro breve descanso para retomar aire, aunque fuera como un tóxico solvente, y el can corría a buscar otro pedazo de sombra que proyectaba un añoso árbol o un herrumbroso tejado, mientras que su dueño se daba otro baño de infecto sudor. Así, hombre y mascota, avanzaron por la calle ardiendo y de pronto parecía que se incendiaban ellos también. El perro cazador de sombras y el hombre, ¿adorador del sol?, ¿por qué nunca se aposentó un poco en un pedazo de sombra…?, ¿qué le urgía llegar a su destino…? El instinto animal es insondable.