“Tiempos en que nada el pato
y tiempos en que ni agua bebe”.
Refrán popular
Monterrey.- Un refrán aplicable literalmente a nuestro pueblo, y a todos los de esta árida región del noreste mexicano. Era común, entre los practicantes de la fe católica local, encomendarse a San Isidro Labrador, con sus plegarias, para pedir por el don de la lluvia ante las frecuentes sequías; y a San José, el patrón del pueblo, para interceder y moderar cuando los aguaceros eran excesivos y peligrosos.
Debido a que la actividad económica estaba centrada en el campo, era preciso pronosticar, para períodos que iban desde una semana hasta un año, las condiciones de lluvia principalmente. La primera instancia era observar la posición de la luna en sus cuartos menguante o creciente: “derecha algo echa, acostada no echa nada”; en los meses de verano, cuando al sur poniente aparecía una nube en forma de árbol, que le decían la “cristobaleña”, por su parecido al follaje donde mitológicamente se alojan las hormigas cuando –desde tres días antes– presienten que va llover; la fantasía de un cielo aborregado por la mañana, anunciaba la lluvia por la tarde: “borreguitos en el cielo, gorgoritos en la tierra”, animosamente nos decían a los niños para darnos la esperanza de bañarnos con la lluvia y jugar en los charcos de la calle.
Para las condiciones del clima a darse en el año venidero, se acudía a las tradicionales “cabañuelas”, a partir de enero, donde cada día de dicho mes representaba, en forma ordenada por docenas (días, medios días y horas), a los meses del año; el Almanaque de Bristol, entre sus múltiples enseñanzas (con sus rústicos principios de futurología), servía de referencia para saber cómo iba a ser el clima durante el año.
Este ambiente cultural, y algunas reliquias, dan señales muy significativas del gran esfuerzo y previsión de nuestros antepasados en cuanto al manejo del agua, desde la fundación de la Hacienda de San Buenaventura de Puntiagudo, hasta empezar a tomar la forma de municipio con aspiración modernista.
Los primeros pobladores debieron haber surtido el agua, corriente o de estancos, improvisando abrevaderos o aguajes en el cauce del río Sosa. Seguramente también lo hacían, según vestigios, sacándola de rudimentarias norias (pozos artesianos) que atinaban hacer en lugares donde la naturaleza se los indicaba; esta fuente llegó a ser de uso comunitario en los distintos barrios hasta mediados del siglo pasado. Además, como otra prueba de la previsión, aún quedan algunos aljibes, que fueron usados para depositar el agua llovediza que escurría por los canalones de algunos techos. En los campos había pequeñas represas, hechas arrastrando tierra en conchas, tiradas por mulas o bueyes, en pequeñas cuencas que luego usaban como aguajes del ganado en algunas aparcerías o potreros; había, a su vez, estacados y bordos para expandir las corrientes de agua en temporadas de lluvia, como método para humedecer los sembrados, cuando aún no se contaba con un sistema de regadío estable.
Tal situación hubo de permanecer así hasta que en el estado de Nuevo León –con base en una sencilla, pero eficaz, ingeniería hidráulica– se construyeron las primeras obras de retención del agua corriente de los arroyos, en las primeras décadas de 1800, de donde la sacaban para su distribución por gravedad, a través de acequias. Para el año en el cual este lugar fue declarado Villa de General Treviño, en 1868, el primer alcalde, Juan Hinojosa, ya informaba de la existencia de dos “sacas de agua” sobre el Río Sosa, valuadas en 3 mil 888 pesos, a precios de aquel entonces (el equivalente, sujeto a revisión, a unos 10 millones de pesos actuales); una obra consistente en dos modestos pilares, con sus respectivos tajos o acequias; uno próximo al pueblo, bordeando el ancón del oriente, para regar las labores del lado de abajo y a su vez acercar agua para el uso doméstico; el otro estaba a la altura del rancho Los Madrigales, para regar en exclusiva las tierras agrícolas del poniente.
Fue en el último tercio del siglo antepasado cuando Ignacio Vela Chapa, quien había adquirido una porción de terreno en la comunidad del Conde de Penalva, colindante con la de Chapa, a tres kilómetros al norte del municipio, dispuso fundar río abajo la Hacienda de San Javier. Según la historia oral, para atraer pobladores a ese sitio ofreció lotes de tierra, de labor y agostadero, a cambio de trabajo y materiales para la construcción. Dicha obra llegó a ser, a partir de 1877, la saca de agua con mayor capacidad en el municipio, y que aún opera con un tajo capaz de regar hasta 400 hectáreas.
El agua para uso doméstico se vino suministrando de manera tradicional hasta mediados del siglo pasado. El acarreo de tambos de 200 litros fijos en carretas tiradas por yuntas, llegó a ser parte de la actividad económica estacional de algunas familias. El agua la traían de distintos aguajes ubicados en ciertos estancos del río, o de abundantes norias de agua dulce del lado de arriba. Hubo por algún tiempo una noria comunitaria hecha por el municipio, situada en medio del callejón que topaba con la acequia más cercana al pueblo, a la cual le llamaron noria del “Agarra”, un mote popular aplicado a los bienes que pueden tomarse sin restricción alguna, es decir, a nadie se excluía.
El caso de la noria del “Agarra” fue un proyecto de las autoridades municipales, para facilitar rudimentariamente el suministro de agua a los habitantes del pueblo. Y, aunque a principios del siglo pasado se había intentado hacer llegar agua por tubería para uso particular, no sería sino hasta mediados del siglo pasado cuando se reiniciarían nuevas medidas para llevar el agua potable hasta las viviendas de manera más general; y el tema quedaría vinculado al sistema nacional del uso del agua. Esto da para el estudio de una historia determinada por las exigencias actuales, y pendiente de contar en una segunda parte…