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PARTICIPACIÓN A FALTA DE REPRESENTACIÓN /
Claudio Tapia
¿Alguien ha visto a los diputados escuchar con atención a sus opositores?
No se justifica la clausura del congreso, ni el albazo legislativo
¿Cómo saber de antemano el tiempo requerido para el debate?
Al menos en teoría, la voluntad popular se expresa y debate en el congreso por la vía de la representación democrática. Para discutir y aprobar las leyes que rigen a toda la comunidad, los ciudadanos, que ya no caben en el ágora, designan a sus representantes para que parlamenten, es decir, para que hablen, reflexionen, deliberen y voten en función de los intereses de sus representados. En términos generales, es a eso a lo que se denomina democracia representativa.
Pero, ¿qué pasa cuando en la realidad, los parlamentarios no representan a nadie ni a nada? (recuérdese, sin ir muy lejos, la forma en que son elegidos los dirigentes de todos los partidos y sus candidatos); ¿qué sucede cuando el desprestigio es total? (en las encuestas de confiabilidad, diputados y senadores, se encuentran por debajo de la policía); ¿y qué, cuando son incapaces de deliberar? (¿alguien ha visto a alguno de nuestros legisladores escuchar con atención y más aún, manifestar a quien lo controvierte que ha sido convencido y que le asiste la razón?). Nuestros partidos políticos, sus dirigentes y sus elegidos, salvo contadas excepciones, adolecen de graves deficiencias que los mantiene divorciados de la base social que les daría el sustento democrático del que carecen.
Cuando eso sucede, el agandalle se vuelve rutinario. En los asuntos delicados por controvertidos, el albazo legislativo se convierte en la vía rápida que impide la obligada deliberación. Primero que nada, se garantiza la mayoría simple, amarrando el voto de antemano. El acuerdo casi siempre es producto de recíprocos chantajes o negociación de impunidades. Después, se miden muy bien los tiempos para presentar la iniciativa cuando apenas quede espacio para que la oposición se desahogue despotricando en la tribuna y para que cuando abandone el recinto legislativo se proceda a votar por consigna lo que no se deliberó (recuérdese si no, el Fobaproa, la designación de los consejeros ciudadanos del IFE de Ugalde, la ley que no resolvió el problema indígena, o la ley del Issste, para citar sólo unos cuantos ejemplos de precipitaciones cuyas secuelas aún sufrimos). El resultado es una democracia representativa formal, que no funciona por la ausencia de legitimación en la representación, la desconfianza en la integridad de los supuestos representantes, y la poca credibilidad a falta de una amplia e informada deliberación.
Cuando la representación falla, se hace indispensable la participación. Sin intentar justificar los medios utilizados, en el caso de la mal llamada reforma energética (los energéticos no se limitan al petróleo) coincido con los propósitos de la ciudadanía que aspira a participar activamente de forma pacífica y desea informarse para opinar en la amplia discusión que se debe organizar para dar rumbo a la política energética de la nación (parece que todos tienen derecho a cabildear para influir en el contenido de las leyes, salvo el ciudadano común, y menos si se organiza).
La democracia participativa, motivada por la desesperante ausencia de representación, no es lo ideal. Democracia representativa y participativa debieran complementarse en vez de sustituirse. Lamentablemente, en nuestro país, a esto todavía no podemos aspirar. Nos falta mucho trecho por andar. Por lo pronto, ¿de qué lado estar? No se puede justificar la clausura del congreso, que es la soberanía institucionalizada, como tampoco se puede admitir el albazo legislativo en un asunto trascendente para la vida de la nación, como lo es el petróleo. Pero, ¿había de otra?; ¿en nuestra incipiente democracia, que sólo se da en la forma y de manera desaseada, contamos con los instrumentos que hagan innecesario recurrir a tales aberraciones? Quedó demostrado que no. Y al parecer el dilema es extremo: elegir entre el albazo representativo desinformado, o el asalto a la tribuna, como al que recurrió sin miramientos Calderón en su toma de posesión en el 2006.
Encontrar la manera de que nuestra relación congreso-sociedad deje de ser disfuncional, es tarea de ambos. Ninguno de los dos sabemos bien cómo hacerle para llevar el matrimonio en paz. La construcción de una sociedad de ciudadanos (los legisladores primero debieran ser ciudadanos y no lo son) apenas empieza. Mientras tanto, a falta de representación legítima y de un adecuado instrumento de participación como el plebiscito, no nos queda más que apostarle al debate nacional que, en su caso, oriente la tarea legislativa si están dispuestos a escuchar, o que justifique la creciente movilidad social que no sabemos hasta dónde puede llegar. El divorcio nos obliga a pasar por esto. ¡Bienvenida la democracia deliberativa! Pero sin trampas. ¿Cómo saber de antemano el tiempo requerido para el debate?
claudiotapia@prodigy.net.mx
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