ANÁLISIS A FONDO
DE CRIMINALES A CRIMINALES
Francisco Gómez Maza
- La violencia y el castigo no resuelven nada; agravan la situación
- Hay criminales congénitos y criminales por necesidad imperiosa
Hace unos días, alguien me preguntó qué habría que tramar para parar la criminalidad, sobre todo las ejecuciones relacionadas con la guerra del narcotráfico. Hasta ayer se contabilizaron alrededor de 16 mil muertos en lo que va del gobierno del presidente Felipe Calderón, cifra espeluznante, muchos de ellos personas en vida inocentes, sin ningún vínculo con las bandas del crimen organizado. Y yo di una respuesta que podrá parecer absurda, estúpida, a las buenas conciencias: dejar de combatir a los cárteles de las drogas y legalizar el consumo de éstas. No hay otro camino inteligente. Combatir con toda la fuerza del Estado al narcotráfico no es un acto inteligente. Meter en la cárcel a los criminales, menos. El sistema carcelario está tan corrompido que, en vez de rehabilitar a los criminales, es una especie de universidad del crimen, de la que los criminales salen graduados summa cum laude. No sólo no se rehabilitan, sino que se hacen más especialistas y expertos en el crimen. Así que los castigos no son el camino, el método, para acabar con la inseguridad de la población. Esto que se escuche alto y claro y que las buenas conciencias se desgarren las vestiduras.
“Todo niño que nace es poderoso, porque trae su luz, su pan, su gozo; ávida vida que a vivir convida”, me escribió hace ya años mi amigo, hermano y paisano, por guatemalteco (Chiapas y Guatemala, son dos plumas de una misma ala, como canta, si mal no recuerdo, Noquis Cancino Casahonda) Otto Raúl González. Y es cierto. Todo niño que es expulsado del útero materno viene sabio e inocente. Con el correr del movimiento, la nutrición, la sociedad, la educación pueden orillarlo a la criminalidad. Entiendo que sólo hay dos clases fundamentales de criminales: los que tienen un trauma congénito, una herencia endógena, una desviación hormonal, y los que delinquen obligados por las circunstancias: la pobreza extrema, el hambre, la necesidad de atender a un familiar al borde de la muerte; qué sé yo. Unos cometen crímenes por impulsos, por reacciones hereditarias, porque nunca viven en estado consciente, porque hacer el “mal” a los demás es parte de su naturaleza enferma. Otros lo hacen porque están desempleados, deprimidos, desesperados, ansiosos (de ansiedad, una terrible enfermedad del alma). Ninguno de los dos tipos de criminales es culpable porque está en estado inconsciente, afirmación que causará ámpula entre los criminólogos, entre la clase política, entre los gobernantes.
Los primeros, los que padecen una enfermedad congénita, no tienen por qué ser encerrados en una cárcel, o como ahora les llaman eufemísticamente, Cereros (Centros de Rehabilitación Social). En estos archipiélagos del crimen nunca serán “rehabilitados”. Más bien, como apunté arriba, serán alumnos aplicados que aprenderán, se especializarán, se harán unos expertos en la dia – bólica arte de la criminalidad. Estos criminales tienen que ser “condenados” a un hospital siquiátrico – ciertamente no como el Archipiélago Gulag” -, en donde haya personal especializado en sicología, sicoanálisis, siquiatría, que esté preparado para trabajar con este tipo de enfermos, con el fin de lograr una verdadera rehabilitación, una firme y permanente recuperación y un ordenamiento de sus juicios y actitudes, como le ocurre a un alcohólico que ha tocado fondo cuando acepta su enfermedad y se pone al cuidado de un grupo de Alcohólicos Anónimos. Las emociones se equilibran. El Logos y el Eros se hermanan. La razón (Logos) entra en razón y el Eros se deja equilibrar por aquélla. Pero al final de cuentas, la domina y el individuo empieza a relacionarse con sus semejantes mediante el lenguaje del corazón. Ya no sólo no quiere hacer daño a los demás y a sí mismo, sino que se convierte en aquel niño que salió del vientre de su madre, puro, lozano, fresco, sabio, inocente. Ambos tipos de criminales lo que necesitan, no es castigo, sino comprensión, simpatía, consuelo, amor, una buena dosis de fortaleza y ternura y esto sólo lo puede dar la ciencia enraizada en corazones humanizados.
Los segundos, los criminales por necesidad, se acabarían con una revolución en el establecimiento. Salida de la pobreza extrema; espléndida educación (no sólo escolarización, porque aprender a leer, escribir, sumar, restar, multiplicar o dividir ayuda, pero no resuelve los problemas emocionales del hombre); relaciones poder sociedad sanas, confiadas, al servicio de los ciudadanos; desaparición de la corrupción político, económica; un cambio de raíz. Si se acabara la pobreza – una utopía, si, pero que puede convertirse en topía. Por qué no –, se reducirían los crímenes por lo menos en un 50 por ciento y se reducirían los tribunales, las policías, las cárceles y por tanto el presupuesto de gasto destinado al rubro de “seguridad y justicia”. Podrán decirme que estoy pidiéndole peras al olmo, o tratando de sacarle sangre a la pared. Pero, de que se puede, se puede. Hay muchos ejemplos en el mundo de sociedades en donde los índices de inseguridad y criminalidad son tan bajos que el establecimiento no tiene problemas para manejarlos. Hay una historia sufí que narra el siguiente hecho: un día estaba un monje meditando en su cubículo, con las puertas abiertas, como generalmente hacen los monjes porque le tienen confianza hasta a los que no son dignos de ella. Pues un día entró un individuo con un cuchillo filoso en la mano izquierda (era zurdo, y cómo me caen bien los zurdos) y le espetó con violencia: “¡La bolsa, o la vida! Y el monje, sereno, sin dejar su estado meditativo, le respondió: “Amigo. En la mesita que está a la derecha está la bolsa. Llévatela. El criminal se dirigió a la mesa para coger la bolsa, pero fue interrumpido por el monje: “Ah, amigo. Por piedad, deja en ella algo de dinero, porque mañana tengo que pagar mis impuestos”. Y así lo hizo el ladrón. Al poco tiempo, el monje fue citado por las autoridades para que fuera a testificar en contra del ladrón, porque éste había confesado, entre otras “fechorías”, que le había robado la bolsa. El monje fue a la cita y escandalizó a los comisarios: “Yo no tengo ninguna acusación contra este hombre. Yo le regalé la bolsa con mi dinero”. El “criminal” y los juzgadores quedaron atónitos. Meses después, luego de haber cumplido su condena, el ladrón regresó a visitar al monje y le preguntó que por qué no lo había refundido. Y el monje le respondió: todos somos criminales cuando no vivimos en estado consciente… El recién salido de la cárcel se convirtió en su discípulo. Se hizo monje y llegó a ser un iluminado.
Intelligentibus, pauca.
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