ASÍ ESCRIBE EL TOSCANA
David Toscana
Toscana no está seguro de cómo escribe. No sigue horarios ni rituales ni tiene manías. Al menos eso cree. Ahora lleva meses sin escribir, al menos seis, desde que puso punto final a su última novela. Y no le corre prisa. Ha escuchado un consejo cientos de veces: que un escritor debe escribir todos los días. Tal vez sea bueno, tal vez no.
Aunque suele escribir en una tabla de pinza a la que le inserta hojas en blanco, también lo hace directo en la computadora. Si es en la tabla, prefiere la tinta negra; en computadora siempre lo hace tras elegir Garamond tamaño 12. Junto al escritorio tiene sus autores de prosa, los que le ayudan a hallar el ritmo cuando siente que la escritura comienza a rechinar. Ahí están Onetti, Rulfo, Cervantes, Fuentes (¡sí, Fuentes!, con sus poderosas letanías), Donoso, García Márquez, Sor Juana, Carpentier y otros pocos para leerles una página o un párrafo al azar, en voz alta. Alguien dirá: Toscana, seguramente también tienes ahí a Arreola o Reyes. Pero en caso de esa impertinencia Toscana se encogerá de hombros.
La música es importante a la hora de escribir, pero Toscana no tiene música grabada. Se pierde el encanto cuando ya se sabe qué canción sigue. Dejó en la adolescencia aquella ociosa capacidad de enumerar en orden las rolas de cada uno de sus LP. Por eso deambuló una temporada por internet hasta dar con la estación adecuada: RMF Classic.
Hasta hace poco, miraba por la ventana frente a su escritorio y descubría la avenida Insurgentes, de Monterrey. Había una gasolinera de Pemex y, en los semáforos, un hombre insufrible que se ganaba la vida cantando todo el día, todos los días, la misma estrofa al estilo de Pedro Infante.
Ahora ve la avenida Marszakowska, y los versos de “Necesito dinero” los sustituye el chirrido de los tranvías 4, 10, 14, 18 y 36. La vista lo hace pensar en Jerzy Andrzejewski e Isaac Bashevis Singer, y también en Sergio Pitol. Y en la guerra, pues Varsovia es un mayúsculo monumento a la guerra.
Alcanza a ver, en el edificio de enfrente, un muro picado por las balas y una placa que conmemora el sitio justo en que los nazis fusilaron a varios polacos y se pregunta si eso tiene que ver con su próxima novela. Tal vez sí, pues a Toscana le seduce la muerte y esta ciudad está plagada de muertos.
Para escribir por las noches, el alcohol es bueno. Echa de menos el tequila, pero el vodka es un buen sucedáneo. ubrówka bebe Toscana, porque hay que consumir lo nacional y le agrada el bisonte de la botella. Antes bebía Stolichnaya, pero siempre le incomodó la imagen de la etiqueta.
También tiene un samovar. Pocas cosas le parecen tan románticas en las novelas de Dostoievski como el samovar. Pero ahora que lo tiene, no lo usa. No sabe usarlo. Es para preparar litros de té y Toscana no es aficionado al té. Pero su mera presencia lo reconforta: esa antigüedad le manda a volar la imaginación.
Ahora mismo, cuando Toscana redacta este texto, se pregunta si no será hora ya de comenzar su nueva novela. En el radio suena Goran Bregovi. Afuera el termómetro marca 10 bajo cero. Toscana se dice que sí. Hoy comenzará su nueva novela. No tiene idea de qué se trata, pero presiente que el inicio es un hombre que camina por Marszakowska. Así que saldrá a caminar.
En un par de minutos, Toscana se pondrá su chaqueta, sus guantes y su gorro de lana. Un hombre del desierto no se lleva bien con estos fríos. Ya en la puerta, su mujer le cuestionará si se puso su Evo. Toscana negará con la cabeza. Ella le acomodará esa bufanda de vicuña traída de Bolivia.
Ya en la calle ensayará posibilidades para esa primera frase. Si se da, bien; si no, lo intentará en otra ocasión.
Y ahí, tratando de forzar las palabras, escuchando sus pasos que hacen crujir la nieve, entre carteles que anuncian festivales de Chopin y más sitios de fusilamientos, con ganas de volver a casa y aprender a usar ese maldito samovar para entrar en calor, Toscana acabará por comprender que la novela no es algo inevitable, sino una mera contingencia.
Nexos
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