CRÓNICAS PERDIDAS
Ella era una albina
Gerson Gómez
Monterrey.- A veces a la felicidad y el éxito se les tropieza la liviandad, evitando la neurona. El nerviosismo y lo histérico llega, se instala y nos hace cometer estupideces.
O nos transformamos en cínicos insolutos. Paseando con el desliz, sintiéndonos completamente inalcanzables a la penitencia.
Mi chica, seguramente estaba enterada de lo grave de mis desatinos. Pero como estaba generando ingresos a casa, la mujer debe someterse y callar. Se lo han enseñado culturalmente desde los abuelos. El proveedor suministra lo necesario, con seguridad, mucho más. La mujer debe mirar para el otro lado. Hacerse la occisa. Dispuesta a callar.
Entonces la conocí, una de esas tardes, en el trayecto de regreso al programa de radio. La vi sentada, en una de las bancas del jardín, en la sombra, leyendo un libro de poemas. Con el seño fruncido.
Me intrigó no sólo su lectura, sino su físico entero. En estas semanas había olvidado el carácter cosmopolita de mi sangre. Estaba arranchándome.
Es albina. Me aproximé como un gato, merodeando a la presa. La vi. Cabello blanco, cejas perdidas.
Pero rayos, el defecto genético, lo superaba con sus formas. Era la chica más equilibrada. La blusa pulcra, desabrochada del botón superior. Mostrando hasta el nacimiento de los pechos.
Lo ajustado de los blue jeans, la cintura pidiendo llevarla conmigo. Lo exquisito de sus pies, en esas zapatillas abiertas. Uñas cortadas geométricamente.
En algunos pueblos del África subsahariana, quienes nacen con ese defecto, son echados de la tribu. Y a la familia la mantienen en una especie de cuarentena. A veces se radicalizan tanto, por eso los negros, los nativos, llevan el signo de Caín en la frente. Ellos lapidan con profunda puntería al albino y le provocan la muerte.
Incluso hace algunas semanas, en España, le ofrecieron asilo, como refugiado a un varón, ante el horror de la sociedad internacional, asintiendo de esas costumbres tan bárbaras. En cambio, si un león en la estepa, en los territorios de la tribu nace blanco, lo conservan y es una manifestación de buena estrella.
Ella era una albina, tomando la sombra, leyendo una antología de poesía. Le calculé, a buen ojo de cubero, entre los veinte y veinte y cinco.
¿Cómo podría saltar y pasar de alto este hermoso ejemplar femenino?
¿Tienes tiempo? Son las cinco con treinta, contestó sin dejar de observar la página. Sus ojos, debajo de los lentes oscuros, son de un azul perdido.
¿Puedo sentarme? La plaza es libre, mencionó. Su aroma, el cabello húmedo, esencia a shampo caro, nada de esos de a litro o de ampolleta, de venta en la farmacia o en el puesto de periódicos.
¿Pessoa, verdad? Asintió. ¿Te conozco?; ¿te he visto antes?
Lo negó. Vine de vacaciones, a visitar a mis abuelos, vivo en California.
Ahora lo entiendo. Se fue abriendo a cuentagotas.
¿Y cómo la pasas?
Bien.
Esto ya era un ejercicio de la paciencia. Irle sacando a tirabuzón las palabras o evitar morir la conversación.
Tengo un programa de radio. Ojalá un día me puedas acompañar a cabina. Para entrevistarte. Incluso mandar saludos a tu familia.
Ah, contestó.
Eres el embaucador del programa de radio. Por eso hemos venido. A comprar una calle, para ponerle el nombre de mi abuelo, en el barrio California.
Súper bien. Con más razón deberías venir a la estación.
No me interesa. Aunque mi abuelo fue cristero, no creo en Dios. Me da mucha flojera. La sociedad avanzará si se deja de pedir soluciones celestiales a los problemas terrenos.
Me sorprendió la agudeza de sus postulados. Debe ser por la poesía. Los lectores del género abren la mente, el universo, en tantas posibilidades.
Llevo prisa, le dije.
Ojalá me aceptes invitarte un café. Vaya manera de granjear la voluntad.
Tengo prohibida la cafeína, me hace daño en el esófago. Mejor invítame una cerveza.
Sonreí. Salgo después de las nueve del noticiero. Aquí paso a buscarte.