Vladimir Putin: el Narciso misterioso
Eloy Garza González
Monterrey.- “Los papeles de Panamá” que hackearon los archivos del despacho de abogados Mossack Fonseca, exhibieron a decenas de mandatarios. Pero a ninguno como Vladímir Putin, que desvió más de dos mil millones de dólares a sociedades de offshore.
Conviene conocer los orígenes de este gobernante, quizá el más misterioso y narcisista del planeta.
Para el año 1999 ya nada quedaba del Boris Yeltsin, electo Presidente de Rusia en 1990, líder populista indiscutible de la nueva Rusia democrática; lo que ahora veían los rusos era un hombretón aficionado al vodka, tropezante y torpe. Entonces, consciente de sus limitaciones y tras varios avisos de infarto, en 1996, Yeltsin volvió los ojos al servicio secreto, la otrora legendaria KGB. Lanzó una ofensiva contra la república separatista de Chechenia, creyendo que la insurgencia sería sofocada en cuestión de días. Se equivocó. Fue el comienzo de su declive físico, mental y político (su popularidad cayó en picada a 10%) y el ascenso milagroso de un hombrecito de cabello arenoso y rostro afilado; un anodino teniente de alcalde de San Petersburgo, donde nació en 1952, ex agente del KGB, que gustaba vestir a la europea, con trajes sobrios: Vladimir Putin.
Este hombrecito advenedizo pudo franquear el círculo de fuego de La Familia, como la gente bautizó al núcleo cercano al Presidente, comenzando por su hija Tatiana. La llave de acceso se la dio a Putin el principal oligarca del sistema, Boris Berezovski (un judío astuto que medraba del corrompido sistema ruso vendiendo coches europeos usados y luego como banquero y petrolero pero que tenía fuertes enemigos en la burocracia). Berezovski lo tomó como su protegido, le ofreció un discreto puesto administrativo en el Kremlin, le dio espacio en la televisión publica, Canal Uno (que él controlaba), lo convirtió en director de la FSB (que sustituyó al KGB), le quitó los posibles rivales para la Presidencia y luego Putin, el sucesor menos probable, le pagó el favor años después orillándolo al suicidio, en marzo de 2013, si es que murió realmente por propia mano.
Berezovski no pudo imaginar, como tampoco Yeltsin, que habían inventado a un monstruo despiadado que gobernaría como Zar moderno, la región más grande del mundo. De joven, Putin había sido peleador callejero, le gustaba la camorra y aprendió pronto el sambo, que en ruso significa “defensa propia sin armas” y es un arte marcial soviético, que combina kárate, yudo y llaves de lucha tradicional. Se volvió una máquina humana en el combate cuerpo a cuerpo y lo dotó de disciplina y concentración que lo distingue hasta ahora.
Sin embargo, aun ya maduro, Putin padeció prejuicios de origen y carecía de personalidad por lo que despachaba los asuntos delicados dentro de un viejo ascensor inservible, por temor a ser espiado. Cuando Berezovski se lo presentó en una borrachera a Yeltsin éste respondió: “parece buena persona, pero es muy bajito”. No obstante, lo nombró Primer Ministro, con la anuncia del parlamento, el 9 de agosto de 1999. Su primer reto fue encarar los atentados de los insurgentes chechenos que aterrorizaron a los moscovitas. Yeltsin dimitió y cedió su cargo a Putin, que comenzó una guerra sin cuartel hasta dejar en escombros Grozni, la capital de Chechenia.
Putin, el nuevo Presidente fue implacable por años con los separatistas. “Los acabaré hasta en el retrete, si los hallo ahí”, declaró el nuevo Zar; y los moscovitas le festejaron el chiste. Berezovski llegó a formarle un partido sin la mínima ideología ni principios, que llamó Yedinstvo (Unidad) y el electorado se volcó a darle su apoyo. Putin ganó su meteórico ascenso sin una sola promesa de campaña, sin gastar saliva ni difundir frases motivacionales, a pesar de dárselas de reformista demócrata y cuando mucho expresó a regañadientes en su toma de protesta: “Brindemos por el nuevo siglo de Rusia”, aunque en la mano no alzara ninguna copa. Lo que sí tenía bajo su mando era un país con mucho petróleo, gas y armas nucleares.
Tan pronto juró como Presidente, el 7 de mayo de 2000, en el histórico Gran Palacio del Kremlin, donde vivieron los zares, ante mil 500 invitados (cruzó el vestíbulo, sobre una larga alfombra roja, como si fuera un robot con el codo de su brazo derecho extrañamente flexionado), reprimió a la Familia de Yeltsin, encarceló o exilió a los empresarios afines al anterior régimen, comenzando por su mentor Berezovski, a quien luego culpó de los asesinatos de periodistas críticos a su gobierno, como Anna Politkóvskaya, Stanislav Markélov y Anastasia Baburova, los tres empleados del periódico disidente la “Nóvaya Gazeta”.
A Berezovski se le confiscaron todos sus bienes, pero alcanzó a huir a Inglaterra. Antes de ser extraditado a Rusia, supuestamente se suicidó, colgándose en su departamento de Londres. Pero no se piense que había odio de Putin contra Berezovski, era una simple renovación de cuadros dirigentes y la formación de una nueva élite financiera rusa, dominada, claro está, por el ex espía Vladimir Putin, quien a partir de entonces se inventó un pasado heroico y cinceló para sí mismo, desde las sombras, todas las aristas de un personaje heroico y destinado a la gloria eterna.