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HEMEROTECA

La Quincena No. 48
Octubre de 2007
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CULTURA

El hábitat

del corrido

Armando Hugo Ortiz

A las diez de la noche yo estaba puntual, como convenimos esa tarde de noviembre del 92, en el Mingo's Restaurant Bar, para escuchar música regional. Era una especie de post clausura del Primer Congreso Internacional del Corrido, celebrado en el Parque Fundidora, de Monterrey, Nuevo León. Quedamos de ir varios ponentes de Nuevo León y otros foráneos; no podía faltar Guillermo Hernández “el papá de los pollitos”, como ya le decían entre burlas.

Lo conocí cuatro años antes, en 1988, cuando asistí como oyente al Primer Seminario del Corrido Norteño, que organizaron la Universidad de California, ubicada en Los Ángeles y la Universidad Autónoma de Nuevo León.

La sede fue el Museo del Centenario en San Pedro Garza García. Hice buenas migas con Guillermo, expositor del seminario, pues a pesar de sus grados académicos y preparación era muy accesible y motivador. En 1988 era director del Centro de Estudios Chicanos de la Universidad de California.

En plan de amistad le esbocé un proyecto de investigación, que apoyó con entusiasmo cuatro años después (1992). Se presentó en el congreso mi libro: “Vida y muerte en la frontera cancionero del corrido norestense”, concreción de la idea expuesta a Guillermo. Había pues, motivo de sobra para esa audición de corridos en el Mingo's, pero esa noche de noviembre sólo llegaron –más tarde– Guillermo Hernández y Fernando del Moral, éste último, crítico de cine, radicado en el Distrito Federal. Iban en plan exploratorio, pues en un taxi estaban también Juan Carlos Ramírez-Pimienta y Gloria Orozco, alumnos de Guillermo en la Universidad de California, en la maestría de Letras Hispanoamericanas, ambos ponentes y deseosos también de escuchar el farafara de Monterrey.

El Mingo's estaba en la Calzada Madero y Juan Zuazua, allí cohabitaban la música de acordeón con la bohemia de guitarra y piano, esporádicamente un declamador, pero todo sin micrófonos ni amplificadores. Yo conocía la política que se manejaba sobre la clientela, pero de todas formas preguntamos a Paco, el dueño. “Lo siento, no admitimos mujeres”, fue la respuesta. Guillermo, Fernando y yo salimos a dar la mala nueva a Juan Carlos y a Gloria. Por ser el único regimontano del grupo me convertí involuntariamente en guía; nos acomodamos en mi VW y llegamos a un lugarcito conocido por mí, donde sí admitían damas. Mi idea de pedir que apagaran la radiola y contratar algún grupo talonero, de los que van de cantina en cantina, no le satisfizo a Guillermo. “Este lugar no es el hábitat del corrido”, sentenciaba. ¿Habrá otro lugar? insistió. Claro que lo había: el Arco de la Independencia , en la calzada Madero y Pino Suárez, donde se juntan decenas de músicos a esperar chamba; auto que se detiene es cliente potencial. Ahora se ubican una cuadra al oriente, en Cuauhtémoc. Propuse a Guillermo y compañía ir allí, pero les previne: el barrio no es tan “decente”, a dos calles está la Central de Autobuses, hay muchas piqueras y prostíbulos, además es casi medianoche. Como quiera aceptaron.

Llegamos al arco y pronto se acercó a nuestro VW un dueto, no hubo problema por la tarifa, y por supuesto, podían tocar en un night club que estaba a unos pasos. Pero el acordeonista titubeó cuando le dijimos que iba con nosotros una dama. “Claro que ella puede entrar, ¿pero trae tarjeta?” –preguntó ingenuamente– “a veces se ponen muy estrictos los inspectores de Sanidad”, argumentó. Resignados a que no habría audición musical, entramos al night club a tomarnos una última bebida. Gloria propuso que ella se iba al hotel en un taxi, para no ser un obstáculo, pero no estuvimos de acuerdo.

Guillermo era una persona muy ecuánime, pero cuando algo no le parecía sus comentarios eran muy cáusticos, como en esa noche. Le parecía inconcebible que una metrópoli como Monterrey tuviera criterios tan mojigatos en cuanto a la equidad de género. Yo coincidía con él, pero como regimontano me sentí algo ofendido y me levanté de la mesa. ¿A dónde vas?, preguntó Guillermo algo inquieto. Sólo pedí cinco minutos y salí a la calle, no era posible que en Monterrey pasara eso. A unos metros había un antro; le arrojo al cantinero un reto que acepta de bote pronto.

Volví muy ufano con mis amigos y los llevé, algo sorprendidos, al barecito de marras como a la una de la madrugada; había tres o cuatro parroquianos. De inmediato, contratamos un grupo talonero por una hora, pero sólo interpretando corridos, primero nuestras peticiones y después los que ellos quisieran. Los músicos, acordeón, bajo sexto y tololoche, veían con asombro y curiosidad al quinteto de clientes, sobre todo a Fernando del Moral, rubio y con barba de candado, de traje y corbata, fumando cigarros mentolados con boquilla de carey, todo un dandi. Pedía corridos para ellos desconocidos, como el del Chojo Ladislao e Hilario Carrillo, de su natal Coahuila.

La escena se hizo más pintoresca con otros detalles: la cantinita sólo tenía baño para hombres, y sin puerta; ni en cuenta, Gloria no se levantó para nada, pero además en el negocio se proyectaban películas pornográficas (entonces novedad en Monterrey), así que mientras se cantaban persecuciones, duelos y hazañas de personajes legendarios, en la televisión otros personajes se dedicaban a otras hazañas no menos memorables. En gesto de caballerosidad, los músicos se acomodaron buscando ocultar la televisión a Gloria, pero cada quien en lo suyo; los de la pantalla en el Kamasutra y nosotros oyendo corridos. Contratamos a los músicos una hora más. Sacaron del baúl de su memoria versos variantes y temas que no conocíamos, hasta académica resultó la jornada. Salimos de la cantina casi al alba, con la satisfacción del deber cumplido.

¿Sería el ambiente de esa noche el auténtico “hábitat” del corrido, que mencionaba Guillermo? Es una investigación de campo que deberemos concluir, en homenaje al recuerdo de nuestro querido amigo, fallecido el pasado 2006. Q

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