LAQUINCENA 50

¿La bolsa, o la vida?

Alfonso Teja Cunningham

Seguramente, el título para estas líneas ha sugerido a más de uno que el tema a tratar se relaciona con robos y asaltos, pero lamento contrariarlos. Voy por otro lado. A lo que me quiero referir es a esa disyuntiva, hoy tan arraigada, que establece que los ideales personales, la ética, la dignidad y esas cosas raras en aparente vía de extinción, se contraponen con la vida moderna, con la realidad del mundo allá afuera y, sobre todo, con el éxito material: parámetro de parámetros. Tanto tienes, tanto vales.

La condición, para la mayoría de nosotros los mexicanos, es vivir más o menos al día. Ir pagando poco a poco la casa o el coche (muchos ni eso), y contentarnos (no sé cómo) con la programación de la televisión que llaman abierta o con el cine joligudense los miércoles de dos por uno. De futbol mejor ni hablar.

Machaconamente, cada tres, cada seis años, nos repiten la misma canción: “Avanzamos hacia una sociedad más igualitaria”, “estamos construyendo las bases para una democracia que fortalece el estado de derecho” (o viceversa), y “renovamos nuestro compromiso con la justicia”. Pero la verdad es otra, como (casi) todos lo sabemos, y Carlos Slim puede afirmar que no le importa ser el hombre más rico del mundo porque “no son competencias”, según confesó recientemente a periodistas allegados. Claro, él puede darse esa opción. El dilema surge por la falta de opciones que tenemos el resto de los mexicanos.

Ya no basta reconocer de palabra que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley, y no basta decir que a todos nos corresponde el goce de determinados derechos políticos y civiles. Los hechos demuestran que para que este ideal sea efectivo es imprescindible cumplir con algunas condiciones que puedan asegurar el ejercicio efectivo de tales derechos.

Estas condiciones, más que políticas, se orientan hacia los aspectos sociales y económicos que viven los ciudadanos. No es difícil asumir la idea de que los individuos, para poder ejercer verdaderamente la libertad y la igualdad, requieren ineludiblemente ciertos bienes materiales. Para que los ciudadanos puedan ejercer su autonomía habrán de satisfacer primero, por ejemplo, su alimentación o su educación.

El problema no son las diferencias sociales; lo es que no existe una igualdad de oportunidades. Los especialistas en estos temas distinguen matices importantes en el detalle. Sin embargo, con espíritu sintético, es adecuado citar a Dahrendorf cuando afirma que no hay libertad sin ciudadanía, y que la ciudadanía no es un pasaporte. Es el derecho de desempeñar una parte activa del mercado y en el proceso político, y requiere algo más que las promesas constitucionales.

En países como el nuestro no se ha cumplido ni con las condiciones económicas, ni con los derechos del ciudadano. Pero ésta no es la única perfidia. Tal vez, la parte más tenebrosa del statu quo reinante proviene del aparato hegemónico, que no solamente ha sido muy bien vendido, sino también, muy mal comprado.

En términos masivos –naturales en nuestra mediocracia– ¿qué porcentaje de población podemos suponer que cultiva sus anhelos y aspiraciones en el reducido infraespacio auspiciado por los intereses publicitarios que gobiernan la comunicación? No nos limitemos únicamente al cliché warjoliano de los famosos quince minutos. Estamos ahora hablando de toda una axiología (escala de valores) derivada de la metástasis del cerebro de cartón escenográfico y la gacetilla panfletaria, como prolongación del poder abductor que todo lo pervierte de origen y en nombre del bien común.

Quisiera ser menos oscuro, pero aquí hay muy poca luz. Y los haces luminosos lastiman a quienes no están acostumbrados. Lamentablemente, lo sabemos, así es el origen del derecho llamado consuetudinario. La costumbre es ley.

La inversión, aunque sea de valores, es bien vista. Sobre todo si es extranjera. Perdón por el juego de palabras, pero lo que quiero decir, es exactamente eso: las cosas están al revés. Las estructuras de servicio ahora funcionan para servirse. Los servidores públicos acuerdan en lo oscurito , y las dietas de los representantes populares se convierten en lujosos despliegues gastronómicos multimillonarios, frente a millones que cocinan con fruición su comida de centavos.

La meta se ha cumplido. La ética, el honor y la dignidad, especialmente si son compartidas, estorban. Y se ha logrado el estado técnico de una masa inerte.

Pensándolo mejor, creo que me equivoqué desde el principio. En realidad, sí estoy hablando de robos y asaltos. Y también de fraudes y engaños. De los más refinados. Ésos que logran que el afectado hasta lo agradezca. Total, si en tierra de ciegos el tuerto es rey, a lo mejor lo que estoy haciendo es guiñarles un ojo, mis queridos paisanos. Eso sí, acompañado el guiño con mi mejor sonrisa. Después de todo, así lo marcan los rigurosos cánones de la mercadotecnia. Ésa que ahora rige nuestras vidas. Q

 

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La Quincena No. 50
Diciembre de 2007
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