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Llega un “guardia de seguridad” del club y hace un comentario estúpido, “qué raro (dice), es la primera vez que nos pasa esto en el día...”; le preguntas qué hay que hacer, dice que debes esperar a un tal Martínez, el encargado, para levantar el reporte, le hablaron a su casa, al celular, le dejaron recado, pasaron las horas y nunca llegó. Quizá tu sospecha de que los empleados estaban involucrados en el robo no era tan infundada.

Avisas al seguro de la camioneta, el ajustador hace su trabajo, te mandará reponer el vidrio lo más pronto posible; sugiere que denuncies el hecho delictivo, pero hasta mañana, porque es domingo y no te van a hacer caso; intentas reportar los cheques vía telefónica al banco, imposible, debe hacerse desde la Secretaría de Educación; ¿y si los rateros ya los cambiaron?; el tiempo comienza a convertirse en tu peor enemigo; empiezas a dar vueltas y vueltas a la camioneta con el vidrio roto, carrusel agobiante, no confías para nada en los vigilantes que prometieron cuidarla.

Tu mujer prácticamente había salido corriendo para abordar un taxi e ir a reportar las tarjetas extraviadas a las tiendas y negocios que abren el día de hoy y tú continúas recibiendo a los invitados a la fiesta, a pesar del coraje, consideras que “el show debe continuar” y les vas dando la mala nueva, la angustia y la impotencia se comparten, se multiplican; entre imprecaciones, se citan otras muchas historias de otros robos, de todo tipo, cometidos en todas partes. ¡Hijos de la chingada!, ¿qué vamos a hacer?, esta situación ya es insoportable! (replican). Varias horas después tu mujer regresa; sólo pudo cancelar dos tarjetas, es domingo, mañana habrá que madrugar para continuar con el calvario; aún con todos sus afanes la fiesta se tornó triste, como desangelada, ¿y cómo no iba a estarlo?

Siete de la mañana, lunes, casi no dormiste por el vidrio que le falta a la camioneta, no vaya a ser el diablo; amaneces en la Secretaría de Educación, inútil, el trámite debía hacerse en Tesorería del Estado; te desplazas hacia allá y te piden algunos datos y copias de las identificaciones oficiales que ya llevabas preparadas, te prometen que se harán nuevos cheques, que su dinero les será devuelto íntegramente, un apuro menos, ¡pinches raterillos!, ya no podrán cambiarlos, porque si lo hacen los van a pescar. Después acudes a la cita con tu mujer, luego a reportar una tarjeta, y otra y otra y otra; se acaba la mañana y con ella el permiso que habías pedido en el trabajo; por la tarde van a que le instalen el vidrio a la camioneta… ¡Ufff!

También acudes a poner la denuncia a Juárez, Nuevo León, y después de mil peripecias burocráticas y de enterarte de tantos casos policíacos absurdos y aberrantes, te informan que no procede; es un club privado y le corresponde arreglar el entuerto a las “autoridades” del mismo; si hubieras tú encontrado al ladrón “in fraganti”, o si  hubiera “a quién acusar”, sí procedería; eso sí: te prometen que incrementarán los rondines por las calles aledañas, ¡qué estupidez!, 3 horas de tu vida perdidas miserablemente  y sales de allí, otra vez inoculado por rabiosa impotencia.

Te diriges al club. Sólo hay una secretaria. El tal Martínez no irá porque tiene “múltiples ocupaciones” (¿y tú no?); hay que esperar hasta mañana martes para reportarle el despreciable hecho del que fuiste víctima. La ira que sientes se desborda hasta el infinito; varios días después se hizo por fin el reporte y todavía estás esperando a que el club se haga responsable del delito cometido en sus instalaciones. ¡Son chingaderas!, nada se puede hacer ante un “cristalazo”, sobre todo cuando acontece en un lugar privado y en un municipio tan jodido.

Por favor cuiden sus vehículos y no los estacionen en lugares apartados o donde vean gente sospechosa. Es un consejo de oro que les regala un buen amigo.

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