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Somos un pueblo de emociones y sentimientos enraizados en la tradición y las costumbres. Fiesteros y alegres podemos presumir al mundo entero nuestra felicidad basada en la variedad de nuestra dieta alimenticia, en la diversidad de las expresiones musicales, en nuestra siempre emotiva religiosidad. Burlamos las adversidades con humor y las dolencias del cuerpo y del alma con pan son buenas y con un poco de alcohol, mejor. Vagamos en la dimensión de la globalización atados al recuerdo y la añoranza; pípilas de las crisis eternas; emos del dolor y la tragedia amparados en la poesía de José Alfredo Jiménez y en la grotesca lascividad de Julián Garza (El Viejo Paulino). Polución de sentimientos y de achaques afectivos nos han moldeado hasta construir nuestra personalidad a imagen y semejanza de la otredad incomprensible para otras culturas más “avanzadas”. Esa es la magia de nuestra identidad.

En ese afán de buscar el cambio, de romper patrones, me había mantenido como el amargoso de las fiestas familiares; el Grinch de las navidades y el aburrido de los formalismos estructurados en la solemnidad institucional. Con jeans y botas donde la etiqueta era regla; de saco y corbata para molestar en los eventos informales; contando chistes en los funerales; llegando tarde donde debía estar temprano, anticipándome cuando no debía. La chifladura de mi anarquía creí llevarla hasta la muerte como si pudiera decidir ese momento también.
Pero he envejecido prematuramente y caí como el hablador que vence al cojo en el adagio memorable de nuestra cultura popular. En Los Aldamas me invitaron a ser padrino de brindis en la fiesta de una hermosa quinceañera, hija de un gran amigo, al que no pude negarme, aunque intenté enfermarme ese día, inventé reuniones de trabajo, maté a mi abuelita y saqué de la chistera todas mis argucias posibles. No, acabé aceptando. Me hubieran visto: traje negro JBL (no estaba dispuesto a gastar), Manchester blanca y una corbata azul salpicada de aritos amarillos que me obsequió una buena amiga del SNTE; los Quirelli negros que compré en León están casi nuevos y con ésos me fui, sin olvidar el breve discurso escondido en una de las bolsas del saco.

Llegué al salón donde muchos años atrás, en plena adolescencia, bailaba como trompo las corriditas de Freddy Martínez y las cumbias y paseos vallenatos de Nube Negra. Todo era azul esa noche: el vestido de la chica, los manteles de las mesas, los vestidos de las mujeres, las camisas de los primos, tíos, abuelos, amigos (le atiné a mi corbata sin saber). Los sacos de los caballeros (todos) tenían una aplicación en el pecho de piel amarilla de cocodrilo. Fácil había diez lagartos desollados en aquella fiesta, porque se deben considerar también las botas picudas de aquellos norteños enfiestados.

Bailó la quinceañera con el abuelo, con el padre, con el tío y los primos; puras canciones rancheras y uno que otro corrido. En cada mesa hubo un veinticuatro de Tecates rojas y otro de light; después vino una botella por mesa de Hennesy y Buchanan´s 18 años. Setenta mesas en total. Afuera los modelos más recientes de trocas, Hummer´s y autos deportivos se serenaban y empolvaban. Luego del ballet con la festejada nos ofrecieron un dancing sugestivo de corsé, encajes y medias negras que serían la envidia del Colorado´s. Regalos sorpresa, gritos y abrazos se repartían mientras el cortadillo y las hojarascas se agotaban en las mesas.

Una predicción ensombrecía mi ánimo. Nadie escucharía mi brindis. Se apagaron las luces, unas copas fosforescentes pasaron de mano en mano; y la quinceañera que me acababa de conocer apuraba a sus amigos para formar un coro hormonal que festejaba. Subí al escenario, no traía mis lentes, la penumbra y el alcohol limitaban aún más mi lectura, pero al fin empecé balbuceando como alumno de secundaria que llega hasta ahí sin saber cómo ni cuando, tan analfabeta como un párvulo. Y les dije en mi elocuencia:
No sé dónde leí, que los humanos somos seres viajeros en la ruta de la vida. Nuestro origen es incierto porque la magia o el milagro de nuestra llegada a la vida terrena la definieron nuestros padres en un acto de verdadero amor. Y en un momento de parto doloroso, pero también lleno de luz y de esperanza, nos hacemos presentes en la familia y viajamos con ellos en armónica compañía: gozando, viviendo la vida, sonriendo con la felicidad a cuestas; y también es cierto que de vez en cuando ocurre el derramamiento de lágrimas como una forma de establecer equilibrios emocionales. La vida es, pues, el viaje más hermoso y tiene varias estaciones significativas que nos hemos hecho cargo de hacerlas notar: la primera palabra que pronunciamos, la primera letra que escribimos, el primer diente que perdimos, el primer día en nuestra escuela y tantos otros momentos que el aura de la felicidad nos hace vivirlos intensamente.
Estuvimos convocados a este evento tan importante y aquí estamos presentes en uno de esos inolvidables momentos: tus quince años. El despertar de las emociones, la magia del sueño del amor, las ilusiones brotan y la vida está llena de energía. Afuera de este recinto, afuera de tu casa, está la sociedad esperándote para dar y para merecer. Esta es la oportunidad de decirle al mundo que contamos contigo y es el momento que sepas que cuentas con nosotros.
La oportunidad que me concedieron de alzar esta copa en este día tan significativo de tu vida para brindar contigo, los amigos que te acompañan, los hermanos, tíos, abuelos y ese par de seres que te otorgaron la vida, que son tus padres, la valoro porque soy testigo de la fortaleza espiritual que te caracteriza y de la calidad humana que te permitirá ser una mujer triunfadora. Digo salud por tus quince años y que la vida te colme de bendiciones y triunfos. ¡Felicidades!

Terminé con el llanto en los ojos y no precisamente por la emoción sino por el esfuerzo de mis cansadas pupilas. Todos gritaban emocionados por los tragos de la quinceañera. Nadie me escuchó. Tan pronto pronuncié la palabra ¡salud!, apuraron el trago de sidra espumosa y enseguida fueron hasta la hielera para entrarle a las Tecates, pues siempre son más sabrosas. Salí sin despedirme y me vine a Monterrey pensando: es el colmo, viejo y ridículo tragando camote.

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