503 24 de marzo de 2010 |
Sensaciones de agonía, X Tomás Corona Rodríguez
Sonia era una chica poco común. Se levantaba muy temprano para ayudarle a su mamá con el quehacer, luego el trabajo en el almacén, a comer rápidamente a la casa y de ahí a la escuela de comercio, hasta las diez de la noche. Le gustaban los números y estaba consciente de que los cuatro mil pesos mensuales que le pagaban en aquel agotador trabajo, no le servían para mucho y casi todo se lo daba a su madre para ayudar con el gasto. Esperaba con ansía el futuro en el que se vislumbraba como una mujer triunfadora a pesar de la precaria situación en que vivía. Siempre le atemorizaron aquellas tres cuadras de bodegas que necesariamente debía cruzar para llegar a su humilde vivienda en aquella populosa colonia. Procuraba caminar rápido, o de plano correr cuando percibía algo sospechoso, entonaba una alegre melodía o pensaba en los pocos momentos felices que había tenido durante el día. Había tan poquitas cosas agradables en su vida y las atesoraba como gratos recuerdos que le servían para ahuyentar la tristeza. Aquella noche venía feliz porque había aprobado todos los exámenes en la escuela y le habían aumentado el sueldo por su asiduidad y disposición para el trabajo sin sospechar que sus temores se confirmarían. Entre la penumbra surgió una sombra siniestra que comenzó a perseguirla; comenzó a gritar pero nadie vino en su auxilio. Bajo la tenue luz mercurial, la sombra se convirtió de pronto en un torvo sujeto que la detuvo en seco sujetándola de su larga cabellera. Llena de pavor le entregó su bolsa y le suplicó que no le hiciera daño. Aquella faz de ojos enrojecidos y fauces malolientes comenzó a carcajearse frenéticamente provocando un espantoso ruido que taladró aquella noche de tragedia. Luego un destello de muerte. Sonia sintió el frío acero que partía en dos su delgado estómago, se llevó las manos al vientre que nunca más fecundaría una nueva vida y un líquido caliente comenzó a escurrir entre sus dedos y cayó de rodillas como implorando perdón al dios de la violencia por un pecado que jamás cometió. La sangre derramada de seres inocentes señala el camino exacto hacia la podredumbre de una sociedad.
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