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8 de julio de 2010
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Huracán en tierra de ingenieros

Abraham Nuncio 

A Bernardo Reyes le tomó varios días regresar a Monterrey de su refugio veraniego en Galeana (“Nunca debió dejar Galeana”, escribió su hijo Alfonso). Corría el mes de agosto de 1909. Había llovido a cataratas y el terreno estaba poblado de grandes charcos, ojos de agua y escurrimientos súbitos, arroyos salidos de madre. En un solo día cayeron 345 milímetros de agua.

 

Uno de los ciclones que golpean las costas de Tamaulipas y se convierten tierra adentro en tormentas tropicales había producido una enorme catástrofe en la zona, pero sobre todo en la capital de Nuevo León: la crecida del río Santa Catarina había sepultado en sus aguas numerosas edificaciones y a cinco mil personas –en su mayoría familias de obreros del famoso barrio San Luisito– asentadas en el cauce del río por la ausencia de espacios adecuados y accesibles para ellas. En su segunda década de desarrollo industrial, el liberalismo en Monterrey sólo extendía sus beneficios a unos cuantos.

Aquella tormenta terminó con el gobierno de Reyes. Fue una suerte de preludio de la que al año siguiente removería al país desde sus cimientos.

Nuevo León es hoy escenario de grandes daños materiales en viviendas e infraestructura, de algunas víctimas humanas y miles de damnificados (oficialmente cuatro mil) a causa de un nuevo ciclón, Álex, que se tradujo en un resultado histórico: sólo en las primeras 24 horas hubo 446.5 milímetros de lluvia. En 1988, el huracán Gilberto, el más agresivo hasta entonces después del de 1909, generó 280 milímetros en un día.

 

Desde el siglo XVII existen referencias a las fuertes lluvias que se abaten durante el estío en Nuevo León. El capitán y cronista Alonso de León hablaba de “los particulares diluvios”. Uno de éstos, en 1612, prácticamente desapareció la mitad de la ciudad del que fue su primer emplazamiento. El segundo fue situado en la “parte sur, por ser más alta que la del norte”. Desde entonces se ha registrado una veintena de severas inundaciones.

 

El desastre provocado por el huracán Gilberto fue motivo suficiente para invitar a un grupo de amigos periodistas (Arnulfo Vigil, Luis Lauro Garza, Sandra Arenal, Alicia Aguilera y Érick Estrada) a escribir la crónica de sus antecedentes, trayectoria y destrozos. El resultado fue un libro: Gilberto, la huella del huracán en Nuevo León. Metidos a huracanólogos, algo logramos aprender.

 

Las lluvias estivales en el noreste de México se generan merced a los ciclones que nacen, bien en las costas de África, bien en el Caribe, y en su trayectoria van a golpear las costas tamaulipecas o las de Texas. Usualmente, al tocar tierra, quienes los sufren desde tiempos inmemoriales los han llamado huracanes (“Huracán es el dios de los vientos entre los indios caribes”). En esta región se conviertan en lluvias copiosas conocidas técnicamente como tormentas tropicales. El contrafuerte de la Sierra Madre Oriental, por lo demás, hace perder fuerza a sus vientos. En Coahuila, Tamaulipas y Nuevo León dan lugar a precipitaciones de mayor o menor magnitud, según su fuerza.

 

Para el ojo no entrenado pareciera que los ciclones, si bien periódicos, se producen a lapsos prolongados. No es así. Estadísticamente, aquellos que afectan al noreste de México ocurren cada tres años. Tal cálculo parece no formar parte del saber público que debieran asumir las autoridades de los tres niveles de gobierno y de las dependencias vinculadas a los fenómenos meteorológicos, el manejo del agua, los desastres naturales y otras. La naturaleza siempre parece sorprenderlas.

 

Ése ha sido el caso en Nuevo León. Los daños en las viviendas y en la infraestructura de la ciudad, así como muchas de las víctimas se deben a causas imputables a las autoridades. El río Santa Catarina fue canalizado a principios de los años 50, y en el anterior gobierno de José Natividad González Parás se concluyó la represa Rompepicos, que inició el de Fernando Canales Clariond. Ambas obras han reducido el impacto producido por las crecidas del río Santa Catarina, pero no en la medida publicitada. Voces oficiales declaraban que la canalización evitaría en el futuro los riesgos que supone ese río estepario (intermitente en su caudal y la mayor parte del tiempo seco). Beulah en 1967 y Gilberto en 1988 harían ver el derroche de optimismo en esas voces.

 

Lo mismo ha ocurrido con la represa Rompepicos. Sus planificadores hicieron saber que su diseño sería suficiente para contener dos Gilbertos. Es cierto, contuvo en buena medida las aguas de Álex. Pero será necesaria una segunda, como lo ha anunciado el gobernador Rodrigo Medina de la Cruz, y quizá una tercera cortina de contención, para alcanzar el objetivo.

 

Incontables planes de desarrollo urbano no han podido contribuir, en una ciudad de ingenieros, a la existencia de un orden citadino que garantice seguridad a los asentamientos humanos. Es fecha que el área metropolitana de Monterrey, entre otras cosas, no cuenta con una red de drenaje profundo racional a su entramado urbano. La última promesa –incumplida– en este sentido fue la del anterior alcalde de la capital. Y lo evidente: se ha edificado, con la colusión de autoridades venales, estafadores de toda laya, líderes e inversionistas perversos en sitios peligrosos. Los desastres naturales tienen un doble componente social y político. El resultado final es que los habitantes de menores ingresos son los más afectados. Hoy se les ve mendigar, simplemente, un poco de agua. El neoliberalismo, como hace un siglo el liberalismo, sólo extiende sus beneficios a unos cuantos.

 

Una última nota que puede ser útil. Hace más de un mes, el Servicio Metereológico Nacional informó que la de este año sería una época de frecuentes y fuertes ciclones. Álex puede considerarse temprano. Aún falta ver el comportamiento de los que pueden resultar dañinos de aquí a septiembre. Acaso se tomen medidas preventivas más puntuales.

 

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