578 12 de julio de 2010 |
ANÁLISIS A FONDO La invención del Estado Francisco Gómez Maza
Estudio sobre su utilidad para controlar a los pueblos Una crítica fuerte de Clemente Valdés, muy oportuna
Toda la clase política, los partidos políticos, el llamado “gobierno”, el llamado “poder legislativo”, los llamados “órganos jurisdiccionales” que organizan y juzgan las elecciones caminan sobre arenas movedizas. Ahora el pretexto son las elecciones de 2012 para cambiar al inquilino de “Los Pinos”, la casa presidencial de la llamada República Mexicana. Todo el mundo se engaña. Todo el mundo se hace de la vista gorda, luchando por algo que no tiene futuro, más que para los expropiadores del poder del pueblo. La democracia representativa es inútil, no resuelve nada. Y sí, es una carga para el erario, que no es del gobierno, sino de los contribuyentes.
Sobrevivimos bajo el yugo de un modelo seudodemocrático, que fantasiosamente se presenta como democrático únicamente en tiempos de procesos electorales, pero una vez trascurridos estos, los “elegidos” se olvidan que fueron elegidos y se constituyen en señores, en barones, en dueños, en caciques del “poder” y se olvidan de que no son eso, sino servidores, empleados, de quienes los eligieron. Para ellos, la democracia participativa es un arte del demonio. Y hacen y deshacen con la suerte y el destino de sus “gobernados”, de quienes los eligieron y de quienes les pagan con creces sus salarios y, es más, por sus pistolas se apropian de los dineros del pueblo para repartírselo como botín de guerra.
Y esto no ocurre sólo en México. El gran maestro de la democracia representativa son los Estados Unidos de Norteamérica. Al presidente Barack Obama, por ejemplo, se le olvidó ya que se debe al pueblo que lo eligió, y toma decisiones en contra de ese mismo pueblo, como las inmisericordes redadas disfrazadas de auditorías en contra de los indocumentados.
En estos momentos, conviene la reflexión, sólo el ejercicio, porque con esta reflexión no cambiará el estado de cosas. La mayoría está convencida y la clase política, por conveniencia - de que el modelo de democracia representativa que nos rige es el bueno. Sin embargo, únicamente para que quede constancia, para el registro académico, histórico, y para los verdaderos demócratas, humanistas, el doctor Clemente Valdés, un estudioso del Estado, tanto en la Universidad Nacional Autónoma de México como en la Escuela Libre de Derecho; en la Universidad de Cambridge y en la de Liverpool, en Inglaterra; o en la de Glasgow y Stirling, en Escocia; o en la de Poitiers, en Francia, nos regala un estudio profundo sobre la utilidad del concepto del Estado (una invención fantasiosa, mítica) para controlar a los pueblos.
En los llamados sistemas democráticos representativos, el Estado es el medio más efectivo para impedir el poder original de la población. A partir de la invención del Estado invisible, los hombres del gobierno no tienen qué preocuparse ya por la ilusoria soberanía del pueblo, pues la soberanía ya no reside en el pueblo; el nuevo Estado irresponsable, todopoderoso y aparentemente impersonal es, por obra y gracia de la Teoría del Estado, el único soberano, nos recuerda el maestro Valdés, en una tesis aparentemente novedosa, pero que ha existido en la mente de los pensadores honestos desde que la razón apareció en el cerebro de los seres humanos.
Los supuestos representantes de la población y los demás empleados que dirigen los otros departamentos del gobierno se distribuyen entre ellos el poder que originalmente se decía que era del pueblo y se presentan diciendo que, de acuerdo con la Constitución hecha por ellos y sus antecesores, ellos son los verdaderos “poderes”. El resto de los habitantes se han convertido en “los gobernados”. Es decir, los súbditos, que tienen como principal obligación obedecer a aquéllos. Es cierto, dice el doctor Clemente Valdés, que el poder que les prestamos a los empleados gobernantes se convierte fácilmente en un instrumento de opresión.
Pero el poder del nuevo Estado, al interior de los países, puede ser mucho más opresivo, porque el Estado, en ningún caso, debe responder por sus actos, precisamente porque no existe. El Estado, como una entidad imaginaria soberana con poder absoluto, es obviamente incompatible con un sistema democrático, donde la población participa en las decisiones importantes y no sólo en las elecciones de algunos de los empleados públicos principales, sin participación alguna en la aprobación de las medidas trascendentales para la vida en común. En algunos países, como sucede en México, la población no tiene ninguna participación en las reformas a la Constitución, las cuales se hacen por los mismos legisladores ordinarios, a través de un procedimiento que consiste principalmente en cambiarse de nombre y llamarse “poder constituyente permanente”.
La obra de Clemente –La invención del Estado. Un estudio sobre su utilidad para controlar a los pueblos- es una de las críticas más demoledoras que se han hecho al Estado, inventado precisamente para impedir la supremacía del pueblo al interior de los países y mantener sometidos a los habitantes a un ente invisible, aparentemente impersonal, al cual no se le puede exigir responsabilidad alguna, porque nadie sabe quién es.
Karl Marx no previó este desenlace ni podía haberlo previsto, porque no era adivino. Pero, además, no se dio cuenta de esto porque estaba obsesionado con lo que para él era algo más importante dentro de su concepción teórica total: su teoría de las clases y la lucha de éstas dentro de la sociedad. Así, no podía darse cuenta de que el problema no puede reducirse a las clases, sino que tiene que ver con algo distinto en la vida y las motivaciones de los hombres; esto es, el afán de dominio y de poder sobre los demás.
Los grupos dominantes sobre la mayoría de la población pueden ser, como lo eran en la época de Marx, la nueva burguesía empresarial, pero también pueden serlo, como lo fueron durante la dictadura franquista en España, los jefes militares asociados a la nobleza patética española y a los dirigentes de la iglesia católica; o bien los jefes militares asociados a grandes corporaciones trasnacionales en algunos países africanos o, como ha sucedido en muchos países latinoamericanos, los altos empleados del gobierno: jueces, ministros, diputados y senadores, aliados a los grandes empresarios y a los líderes sindicales, todos ellos dedicados a asegurar o a obtener privilegios a costa de la mayoría de la población.
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