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24 de agosto de 2010
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País de minas oscuras

Lylia Palacios

 

Escuchar hoy en la mañana al presidente chileno en el noticiero de Aristegui decir que no escatimarán tiempos, ni recursos, para sacar vivos a los mineros sobrevivientes atrapados en la mina San José, cerca de Santiago, me emocionó. Más aún, oír los gritos de alegría de los equipos de rescatistas y familiares cuando entraron en contacto con los 33 mineros vivos. Pero revuelto con ese sentimiento me llegaban otros, el del coraje y la tristeza al recordar-comparar la tragedia de los mineros mexicanos de Pasta de Conchos, sepultados por una explosión en febrero de 2006.

 

No hay punto de comparación en la actitud gubernamental, porque en el plano empresarial los propietarios de las minas en ambos países, de lo único que se han ocupado es de salvaguardar sus intereses económicos. En Chile, el ministerio de Minería, se puso al frente de la búsqueda desde el 5 de agosto cuando un derrumbe bloqueó la salida de la mina. En tanto que la región carbonífera coahuilense se sumaron la indiferencia y contubernio de los secretarios de gobernación y del trabajo con el dueño de la mina, el grupo Industrial Minera México.

 

El ministro chileno está operando un completo y minucioso programa de rescate de los hombres que están a 700 metros bajo tierra, con quienes se pueden comunicar mediante una sonda. Lo más importante es mantenerlos hidratados y alimentados, así como conocer en qué situación se encuentra cada uno para medicarlos e incluso apoyarlos psicológicamente, pues el rescate, que implica la compra y operación de equipo altamente especializado, se prevé tarde más de dos meses. O sea, el gobierno chileno, simplemente está cumpliendo con su obligación en cuanto representante del bienestar de todos sus ciudadanos, ¿o qué no es esa la función de todo gobierno que se llame democrático?

 

En México, en esa mina donde las condiciones de trabajo eran inhumanas, ni el dolor, llanto y exigencia de los familiares de los 65 hombres enterrados, movieron una sola fibra de los gobernantes ni empresarios para intentar,  seriamente, descartar que hubiese sobrevivientes. Simplemente decidieron, siguiendo un criterio económico, cruzarse de brazos y que esa mina fuera su tumba, negándoles a los carboneros una esperanza de sobrevivencia y después, negándoles a sus familiares su derecho a bien sepultar a sus a difuntos.

 

En Pasta de Conchos, el secretario del Trabajo, Javier Lozano, mostró su pobreza moral, la cual nos ha seguido presumiendo en su cruzada contra todo movimiento sindical o laboral, para  acabar con todos los “privilegios” (o sea trabajo permanente, seguridad social, salario digno, derechos colectivos, etcétera) de los que gozan una porción cada vez más pequeña de los asalariados mexicanos.  Y no hubo secretario de Minería, mucho menos presidente, que interviniera a favor de los afectados por la tragedia. Se privilegió, como también ha sido la constante de todos los gabinetes neoliberales, la subordinación al interés del gran empresariado nacional y extranjero.

 

Y les comparto mi alegría y mi envidia, las dos juntas. Actos de gobierno como el de Chile muestran un camino que construye ciudadanía, legitimidad gubernamental, inclusión social y como se ve, no son acciones extraordinarias, es nada más la congruencia humana y el respeto a las leyes y derechos humanos y laborales. En contraparte, en México, el camino que andamos y se atisba, se ve cada vez más tenebroso, pero no hay que sumirnos en la autocompasión, menos en la indiferencia, como lo sigue ejemplificando La Familia Pasta de Conchos (en internet hay mucha información al respecto); ellos siguen exigiendo a nivel nacional e internacional la recuperación de sus deudos y el castigo a los responsables.

 

Y en esa lucha sus integrantes se han solidarizado con otras, que contra viento y marea se van formando como pequeño arroyo de dignidad y resistencia ante la injusticia y la estulticia de gobierno y élites económicas, ahora socavados por una guerra contra el narcotráfico en la que los “buenos” y los “malos” son papeles que se confunden e intercambian. Mientras esto no se reconozca y se actúe en consecuencia, nuestro país se convertirá en una mina oscura, sin esperanza de sobrevivencia.

 

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