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25 octubre 2010
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Lenguaje incluyente
Irma Alma Ochoa

El psicoanalista francés Jacques Lacan, afirmó que “el inconsciente está estructurado «como» un lenguaje”, en donde la mujer no existe porque no se nombra y por tanto no se le ve. Las mujeres lo sabíamos, por eso desde el siglo XX empezamos a insertarnos en el vocabulario, desafiando las objeciones misóginas que arguyen economía de lenguaje.
 
Mientras algunas personas trivializan el lenguaje, otras se fastidian cuando insistimos en decir: niñas y niños, mujeres y hombres, juezas y jueces; tal respuesta es comprensible en quien esté falto de noticias, parafraseando a la célebre Sor Juana, pero no en quienes cuentan con el bagaje académico que justifica la importancia del cambio.
 
El sexismo -prevalente en la civilización patriarcal- tiene dos acepciones: atención preponderante al sexo en cualquier aspecto de la vida y discriminación de personas de un sexo por considerarlo inferior al otro, amabas consignadas en el Diccionario de la Real Academia Española, (DRAE)
 
El DRAE señala en su página en red que: “las lenguas cambian de continuo (…) Por ello los diccionarios nunca están terminados: son una obra viva que se esfuerza en reflejar la evolución registrando nuevas formas y atendiendo a las mutaciones de significado”.
 
Así, cuando inició el lenguaje no existían la mayor parte de las palabras que hoy utilizamos en nuestra cotidianidad, palabras con las que nombramos cosas, sucesos, materiales, equipos, aportaciones de las ciencias y las tecnologías que se han incorporado a lo largo del tiempo: así de árbol, agua, sol y luna, pasamos a plato, mesa, colibrí, techo, bicicleta, lápiz, anteojos, libro, miércoles, amor; y más tarde a radiación, homeopatía, núcleo, átomo, anticonceptivos, condón, ordenador, entre otras más que sería extenso anotar en estas líneas. 
 
Además de las aportaciones de otros idiomas, como las provenientes de los americanismos, anglicismos, galicismos, mexicanismos, y un largo etcétera. Por ejemplo, antes del arribo a estas tierras, los españoles desconocían casi todo lo relativo al Nuevo Mundo, por lo tanto no tenían nombre castellano para designar: quetzal, guajolote, aguacate, maíz, mole, atole, chocolate..., y así pasaron las expresiones de origen indígena a formar parte del léxico español y europeo.
 
Para salpimentar las clases de francés con que mi abuelo Edelmiro nos entretenía, decía que cuando los exploradores llevaron la papa (voz quechua) del Perú a Francia, la bautizaron como "pomme de terre", o manzana de tierra, porque no tenían nombre para ese tubérculo.
 
Aún reconociendo que las lenguas cambian constantemente, la Real Academia de la Lengua (RAL)  fundada en 1713, con la misión de elaborar las normas que regulan el idioma español no parece estar dispuesta a asumir TODOS los cambios necesarios. De hecho, muestran más disposición a reconocer los numerosos nuevos tecnicismos y terminología científica, que la relacionada con la emancipación de las mujeres y las necesarias modificaciones a acepciones asignadas a palabras como feminicidio.
 
Basta considerar que, hace algunos años, no existía el verbo cantinflear, hoy sí. De manera que cuando revolvemos ideas, hablamos en forma disparatada e incongruente, no caemos en el tradicional galimatías, sino que estamos cantinfleando. Pareciera que el personaje Cantinflas es más importante para las (muy escasas, por cierto), y los rigurosos integrantes de la Academia, que la mitad del género humano.
 
No es de extrañar que, quienes fijan la norma que regula el uso correcto del idioma hayan sido -y sean- en su mayoría varones. A casi tres siglos de fundada esta institución, 463 personas han sido miembros, 458 hombres y 5 mujeres. En la actualidad, de 43 asientos que la componen, sólo tres son ocupados por mujeres. De hecho, fue hasta 1979, doscientos sesenta y seis años después de su fundación, cuando la Academia aceptó el ingreso de la primera mujer, Carmen Conde, maestra, poeta, narradora y cofundadora de la Universidad Popular de Cartagena.
 
Es evidente que las condiciones son adversas para que la Real Academia de la Lengua apruebe la incorporación de términos que nombran la condición femenina. La economía en el lenguaje es la objeción para incluir el femenino, sin dejar de nombrar lo masculino, pero conforme a los argumentos presentados para rechazar la nueva acepción de género, el trasfondo es impedir que las mujeres nos nombremos y nos reconozcamos en un Nosotras. ¿Qué sucedería si optamos por discriminar el masculino y nos comunicamos sólo en femenino aunque estén presentes los hombres?, ¿continuarían arguyendo economía de lenguaje?
 
Podemos nombrar la idea, el pensamiento, el sonido, las sensaciones, que no se ven; en cambio, pretenden limitar que nombremos lo femenino, manteniendo el estatuto humano para el género masculino. Nombramos la tonalidad de las hojas de los árboles, la suavidad del algodón, el dulce sabor de la miel, o el sonido del vuelo del abejorro, ¿Por qué, entonces, prevalece en la Academia la negación para que se nombre a las mujeres?, siendo que reconoce que el idioma es una construcción social y por tanto mutable.
 
A las mujeres ya no nos basta sólo reproducir al viviente hablante, como explica Antoinette Foqué; anhelamos crear una nueva cultura que nos nombre en femenino, una cultura de mujeres y de hombres que se reconozcan como iguales aunque diferentes; en donde sea visible, nombrado y respetado lo femenino. Al nombrarnos, existimos.

 

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