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20 Diciembre 2010
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Impunidad  en Chihuahua y México
Víctor Orozco

“Al escuchar por el juez que se declaraba absuelto al asesino confeso de mi hija, para mí fue la peor pesadilla de mi vida, sentí que me daban una puñalada por la espalda, sentí que volvían a matar a mi hija".
Marisela Escobedo Ortiz, mayo 3 de 2010

¿Cual razón específica puede explicar la audacia del criminal que persiguió a Marisela Escobedo Ortiz hasta las puertas del Palacio de Gobierno de Chihuahua para inmolarla bajo las ventanas del despacho del gobernador del estado?

Puede darse vuelo a la imaginación y encontrar un sinfín de ellas, sin embargo, destaca una sola: el convencimiento interno de que actuaría con impunidad, esto es, que contaría con un ancho margen de seguridad para evitar ser perseguido de inmediato y capturado. Esto lo saben a ciencia cierta los sicarios que operan a diario en todo el país.

En Ciudad Juárez, hasta se ha cronometrado el lapso que tarda la policía en llegar al lugar del homicidio ejecutado en plena calle: un mínimo de veinte minutos, esto es, cuando ya no quedan ni rastros de los asesinos.

La persecución de los delitos en México reviste dos características ominosas: es pasmosamente ineficaz y se ha “privatizado”, es decir, traslada a las víctimas las tareas de investigación, dejándolas en la práctica como las únicas interesadas en la aprehensión de los culpables.

Un estudioso del fenómeno afirma que entre los funcionarios encargados de buscar a los delincuentes se ha hecho común una desdichada frase: “Al que le urge, le urge”. Esta perversión de la procuración de justicia determinó el sacrificio de la madre heroica que fue Marisela. Con su dolor a cuestas, primero exigió en privado y en público, marchó por las calles, demandó justicia. Luego, hizo todo cuanto pudo para llevar ante los tribunales al inequívoco matador de su hija Rubí, proporcionó a los agentes datos, pistas, informes de lugares y acabó por llevarlos hasta la casa donde se refugiaba en la ciudad de Fresnillo. Ni siquiera entonces pudieron detenerlo. Su último recurso fue hacer un plantón en la plaza Hidalgo, pensando que en ese lugar difícilmente se cumplirían las amenazas de muerte que se le habían hecho, o bien, como lo declaró, hizo la consideración de que si la mataban frente al Palacio de Gobierno, al menos provocaría la vergüenza de las autoridades y éstas se emplearían a fondo para dar con el homicida. Alimentemos la esperanza de que ello suceda.

Su caso es ejemplar, porque pone el dedo en la llaga al develar la fatalidad que golpea a los mexicanos, expuesta en las alarmante cifras en las cuales coinciden los especialistas: alrededor del 98% de los crímenes cometidos en el territorio nacional quedan impunes. Un reciente estudio elaborado en el Instituto Tecnológico de Monterrey con base en el cuarto informe del presidente de la República, concluye que sólo el 1.75% de los delitos termina con una sentencia. Es decir, tenemos un aparato policiaco y judicial sobrepasado, incapaz de hacer frente a la crisis de inseguridad que azota a la nación. Todavía más: una vez que algunos pocos delincuentes han sido puestos en las prisiones, queda la probabilidad de que se fuguen de ellas.

En 2006, las autoridades soltaron al famoso Chapo Guzmán quien está hoy entre los fugitivos de mayor renombre en el mundo (apenas quizá después de Osama Bin Laden). A su evasión, desde 2007 a la fecha le han seguido al menos las de otros quinientos reos, la mayor parte de alta peligrosidad, según recuentos publicados en distintos medios de prensa.

Por discursos, promesas y desplantes de las autoridades no ha quedado la lucha contra la delincuencia. Cotidianamente escuchamos al presidente o a los gobernadores hablarnos de su empeño, del invencible poder del Estado y hasta fanfarronear con los sofisticados mecanismos de inteligencia a su alcance.

Entre los remedios ofrecidos o llevados a la práctica, están las reformas al sistema de impartición de justicia y el aumento de las penalidades. Incluso en el estado de Chihuahua la legislatura local instauró por primera vez en su historia la pena de prisión vitalicia. Ambos instrumentos se han estrellado ante el hecho incontrovertible de la impunidad. Pueden perfeccionarse y acelerarse los procedimientos judiciales, implantarse el sistema de justicia oral tradicional en Inglaterra y Estados Unidos, presuntamente mejor que los usuales en Iberoamérica, pero si los delincuentes no llegan a las salas de los jueces, de qué sirve.

O bien, si los expedientes de las averiguaciones previas fueron integrados con deficiencias producto de la sobrecarga de trabajo que tienen los agentes ministeriales o de su misma ineptitud o negligencia, de qué sirve. Peor aún, si los jueces se ponen más papistas que el papa y absuelven a un peligroso homicida apoyándose en criterios formalistas a todas luces contrarios a la realidad, como sucedió en el proceso seguido al victimario de Rubí Frayre Escobedo.

A su vez, el incremento de las penas de prisión o aun la implantación de la de muerte, nada son tampoco frente a la impunidad. Ya Cesare Beccaria, el padre del Derecho Penal moderno, recogiendo experiencias centenarias, señalaba desde hace dos siglos que: “La certeza de un castigo, aunque moderado, hará siempre una mayor impresión que el temor de otro más terrible unido a la esperanza de la impunidad”. Esta convicción no ha hecho sino confirmarse en todas partes. Puede ser disuasivo para un potencial asesino o secuestrador el riesgo de ser condenado a setenta años de prisión, pero la barrera del temor a recibir tan radical y temible castigo se esfuma cuando advierte la puerta ancha que le brinda la posibilidad de no ser descubierto o no ser perseguido. En una lotería macabra, sabe que tiene casi todas las cartas a su favor.

Se conoce el venero general del que mana la violencia delictiva, esto es, la descomposición social que sufre nuestro país y cuyas expresiones más crueles o perversas son los treinta mil muertes desde los inicios de 2007, la huida de cientos de miles de personas desde las zonas más golpeadas a Estados Unidos o a otras que ofrecen mayor seguridad en el territorio nacional, las decenas de miles de huérfanos y desamparados. También sabemos que la pobreza acosa a cincuenta millones de mexicanos según coinciden la mayoría de los análisis y que de este número colosal, unos 19 millones padecerán por falta de alimentos.

Ciertamente en este pozo de calamidades se encuentran las fuentes de la delincuencia, pues todo mundo puede suponer que en un horizonte tan despiadado, cualquiera de estos miserables o desposeídos de todo, sea empujado a convertirse en un matón profesional, secuestrador o extorsionador.

Sin embargo, hace falta algo más para que la pobreza y la falta de opciones en la vida den lugar a la comisión generalizada de crímenes; se requiere una llave para abrir la caja de Pandora. Esta  llave es la impunidad.

 

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