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948 13 Diciembre 2011

El gran desafío
Juan Ángel Sánchez

M
onterrey.-
Por largas siete décadas y un poco más, el sistema  de poder político en México pudo concebirse, y sin exageración, hacer gala de ser omnipresente, omnipotente y omnisapiente sin que de ello hubiera la menor duda.

En vísperas del 2012 es claro que, ni está en todas partes, ni todo lo puede, ni todo lo sabe, por lo que  resulta útil pasar  revista al priato y por extensión a los diez años de panismo, ahora que ese sistema de poder vive una seria e inaudita crisis. Es esa la idea que mueve a este trabajo. Repasemos pues.

La tríada formada por un presidente dotado de  facultades  metaconstitucionales, un partido que le estaba sometido hasta sus últimas consecuencias, todo ello bajo un manto protector y proveedor de legitimidad: la revolución mexicana reputada como el primer movimiento social del siglo XX, generó un proyecto histórico, portador de una razón política de carácter absoluto en el que no hubo lugar para la oposición. Y no lo hubo porque para el régimen revolucionario no había “más ruta que la nuestra”.

En la memoria de los más viejos de la comarca aún persisten los recuerdos del carro completo electoral tripulado por el priismo; de los partidos creados desde el Estado, bien llamados paleros; el hecho deplorable de que en el medio rural se viviera con la convicción de que el tricolor era parte del paisaje y que, votar por él era casi como cumplir un mandamiento; el que en el árbol de la política no se moviera una sola hoja sin que el Presidente de la República estuviera enterado y así, hasta el extremo de suponer que él, padre y pastor podía, en el extremo, modificar el curso de los fenómenos de la naturaleza para ajustarlos al proyecto revolucionario.

Ahora que si de efectividad se trata, hay que recordar al Leviatán mexicano, “la dictadura (casi) perfecta” ─Vargas Llosa dixit─, combatiendo a las oposiciones de todo tipo y grado, particularmente aquellos movimientos de protesta  que se convirtieron en desafíos sostenidos, que fueron, primero ignorados y después reprimidos, y a quienes no les quedó otro camino que responder con violencia  cuando la ley fue ignorada por el poder estatal urgido de aplastarlos.

Las “oposiciones” por demás diversas, pueden ser clasificadas en dos rubros: a) aquellas que surgieron en coyunturas electorales acaudilladas por candidatos a la presidencia de la república; b) los movimientos sociales de claro carácter insurgente, encabezados por gremios, corporaciones y ciudadanos comunes y corrientes en demanda siempre de las libertades conculcadas por la triada infalible (ferrocarrileros, maestros, médicos, estudiantes, campesinos).

El fraude electoral sostenido por la burocracias de todo tipo, incluyendo las fuerzas represivas, fue el recurso utilizado ya en 1929, para derrotar la oposición beligerante representada por la candidatura  de José Vasconcelos, quien contendía contra el candidato oficial, que, obvio, arrasó en la votación.

Lo mismo sucedió en 1940, cuando el sistema se vio desafiado por Juan Andrew Almazán, general, por cierto, hasta llegar, más tarde, al extremo de la matanza de partidarios de Miguel Henríquez Guzmán en León, Guanajuato, en 1946.

Lo dicho es un botón de muestra, pero no hay que olvidar que en un buen número de casos en estados de la república, se produjeron violentas represiones en apoyo y sustento de candidatos que había que hacer triunfar a como diera lugar.

De corte muy distinto fue la respuesta del Estado en la salvaguarda de sí mismo, cuando no tuvo empacho, ni freno legal para domeñar las más violentas expresiones de la oposición, a saber: en la guerra contra los cristeros, que, investida de fanatismos religiosos produjo un considerable número de pérdida de vidas.

Cárcel y muerte sufrieron integrantes de los gremios ferrocarrilero y magisterial en los años 1958-1959, cuando levantaron poderosos movimientos huelguísticos a nivel nacional, tal y como sucedió con los médicos del IMSS en 1965, y en el extremo que el país aún deplora, la sangrienta represión con la que la tríada en cuestión, aplastó la insurgencia estudiantil popular en el Tlaltelolco de 1968.

El cuadro que pinta la defensa que el poder estatal ha hecho en nombre de la razón y de sus privilegios no está acabado si no se hace referencia a la “guerra sucia” con la que, de forma totalmente ilegal, se torturó y masacró a los jóvenes guerrilleros que, en los primeros años de la década de los setentas, pugnaban por un cambio radical de las estructura de la sociedad mexicana.

El repaso de las hazañas de  la “dictablanda” no es exhaustivo, pero tiene la finalidad de poner en evidencia la manera en cómo el poder respondió, solventó, lidió y venció todos los desafíos que, a lo largo de más de siete décadas, tuvo que afrontar y someter, hasta llegar en la última década al punto en que su fuerza, su sabiduría y astucia políticas se han topado con un reto que le está resultando irresoluble; está marcando el límite de su capacidad de respuesta en tanto que la violencia de las armas y los intereses del narcotráfico, se han convertido en un poder alternativo, ilegal, pero que ya es decisorio en ciertas porciones del territorio nacional.

Acéptese o no, el “narco” ha suplantado el poder y la fuerza legítima del Estado mexicano, y éste muestra, para nuestra desgracia, desconcierto, incapacidad, agotamiento y obcecación, que no alcanzan a ser disimulados por el discurso triunfal de que “la guerra”  no es tal, se está ganando y que no hay otra forma de sortear y acabar con el desafío que la que se ha emprendido, misma que se niega a revisar y/o  modificar.

El corolario es muy simple: el sistema de poder y dirigencia del país nunca había afrontado un reto como el del narco; está en disputa el factor elemental que define al Estado: “el monopolio de la fuerza legítima”; la gobernabilidad está en riesgo, pareciera que toda la experiencia acumulada no es útil o está mal utilizada y el desafío, antes inédito, está, en vísperas de un año electoral, ahí, firme, ensoberbecido, mientras que el poder que tiene que confrontarlo, parece que ya no sabe qué hacer; se niega a reconocerlo, y mientras crece la incertidumbre ciudadana, también lo hace el número de muertos y de víctimas inocentes.

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La Quincena Nº92

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