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HOMBRE MUERTO
Aureo Salas

culturalogoUna noticia en la televisora local.
Un atropello desgarrador y una persona muerta. Según el comunicador, el hombre quedó tendido en la carretera Miguel Alemán con las facciones irreconocibles, sólo una identificación le daba identidad al cuerpo. Mario César Cázares López era el nombre del hombre muerto, su familia quedó muy consternada al saber la noticia y organizaron, al instante, una junta familiar en casa del fallecido.
Dos horas después, toda la familia Cázares se encontraba ahí; los tres hermanos mayores, Julio, Adrián y Francisco; al igual que la hermana menor, Amelia, y su novio; la madre, las cuñadas, y un montón de niños que correteaban sin entender las dimensiones del asunto.
—¡Es su papá! —decía la madre— ¡Mírenlo… traía su chaqueta… es su nombre y su credencial… es por donde trabaja… es él y ya no llegó a la casa!
—Le dijimos que ya estaba viejo para trabajar y andar en la calle —dijo Julio sin dejar de beber de un bote de Tecate que minutos antes mandó traer—, le dijimos que podía pasarle algo… ya ves que era muy terco… y aquí te tiene, mamá… llorando…
—No hables así de él, Julio —le reprochó su madre—, debemos ir a buscarlo… quiero verlo…
—Ya estaba viejo, mamá —dijo Francisco con resentimiento—, y como quiera se metió a trabajar de barrendero a esa tienda. ¡Ni le pagaban bien!
Amelia hizo un gesto.
—¡Él de perdido siempre tuvo trabajo —dijo—, no que ustedes… que se la pasan buscando quien tenga para quitarle! ¡Son unos abusivos! ¡Papá siempre les dio lo que quiso y de ustedes nunca se vio nada!
El ambiente estaba tenso, las cuñadas decidieron esconderse en la cocina y el novio de Amelia se apartó a una distancia prudente para no parecer entrometido. La señora de la casa estaba a punto de llorar, lo cual no parecía importarle a sus hijos, que no cargaban en el rostro ningún dejo de la tragedia que había ocurrido horas antes.
—Miren… vamos al grano —dijo Adrián—, yo no se ustedes, pero yo ocupo lana… así que vamos vendiendo la casa para ver de a cuanto nos toca…
—A mi me dijo mi “apá” que la camioneta era mía —dijo Francisco, con un tono más de complacencia que de amargura—, así que esa ni me la toquen…
—¡¿No se están oyendo o qué?! —Gritó la madre con desesperación— ¡Están hablando de su papá… el que siempre los vistió y les dio de comer!
Pero sus hijos parecían no haberla escuchado.
—El hubiera querido que todos tuviéramos una parte de lo que nos toca —dijo Julio—, yo sé… no nos hubiera querido ver pelear…
—¡Si siempre se andan peleando cada vez que agarran el pedo! —gritó Amelia— ¡No salgan con eso! Además… si venden la casa, ¿dónde va a vivir mamá?, ¿y dónde voy a vivir yo?
—Mamá que se vaya conmigo —dijo Adrián.
—¡Ya dejen de decir babosadas! —gritó Amelia— ¡Miren cómo tienen a mamá!
—Es culpa de papá —dijo Julio—, le dijimos que ya estaba viejo para andar en la calle y mira el caso que nos hizo…
—¿Y cómo querían que le hiciéramos? —se quebrantó la madre de aquella manada de buitres— ¡Si cuándo su papá necesitaba dinero ustedes no tenían…
—Si tenían mamá —dijo Amelia—, cuando a papá lo operaron el año pasado, y dejó de trabajar, le pidió dinero a Julio… y Julio le dijo que no podía porque se iba a comprar un carro… se me hace que Julio todavía se acuerda…
La madre volvió a llorar y exclamó:
—¡Ya déjalos, hija!
—¡No los defiendas, mamá! —le reclamó Amelia.
El novio de Amelia se acercó y la separó de sus hermanos llevándola fuera de la sala. Ella estaba demasiado tensa y miraba a sus hermanos con mucho coraje.
—Es que la casa es de todos —dijo Francisco.
—¡Es de mamá! —gritó Amelia volviendo a entrar a la sala.
—Vamos a buscar a su papá —dijo la angustiada madre—, quiero saber donde está…
—Me hubieras dicho antes, mamá —dijo Julio—, ya se me subió la cheve…
—¡Ya sabían que lo quería ir a buscar! —reprochó la señora—. Les hablé para que todos fuéramos a verlo y saber en donde lo tienen…
El llanto invadía de nuevo las palabras de la madre que, incontenible, emitía a grito abierto su sentir, más como madre que como esposa, pues no entendía la actitud que sus hijos estaban tomando. En ese momento la puerta principal se abrió y, como espectro reencarnado en busca de venganza, la figura de Mario Cázares, el patriarca del hogar, entró a la casa.
—¡Híjole! —exclamó don Mario al ver a todos reunidos en la casa—. Hace mucho que no nos juntábamos todos… pero que bien, porque luego no tengo que andarles contando las cosas a todos por separado. Fíjense que me vine caminando del trabajo porque un fulano me asaltó… me quitó la chaqueta y la cartera y se fue corriendo sabe “p´a onde”… a ver si me hacen un prestamillo entre todos para pasar la semana… ese fulano me dejó sin un cinco… ¿y tú, mujer, por qué estas llorando?
A las mujeres les brilló el rostro de alegría al ver a don Mario y entender que se trataba de una confusión. Los hijos solo desmesuraban los ojos mientras congeniaban en pensamientos teniendo una misma visión, veían a su padre, derrumbando con la agitación de los brazos, sus castillos en el aire.

 

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