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LET IT BE
Juan Sánchez García
Para Rodolfo Nava
El paso de los años, nunca se le notaron. Jorgito era el Fausto o el Dorian Grey del barrio. Siendo niño, yo lo supe de él, cuando vestía a la usanza de los Beatles. Esto fue… déjenme decirles… a finales de los sesenta. En muchas colonias de alrededor de la Hidalgo también lo conocían: la Artillero, la Bella, la Regina, la del Prado, la Victoria y hasta en la Vidriera. Ahí les va esta historia.
Desde chavillo, el amor de Aurorita -su madre-, siempre lo acompañaba. Como era el más pequeño y el más frágil, según ella, de sus cinco hijos, lo protegía y le complacía en todos sus caprichos. Aurorita era, como mi propia madre, una buena chivera: iba y venía al otro lado. Una vez por semana compraba mercancía en Laredo, Texas, vendía comida, perfumes y ropa en su casa para que la gente, sobre todo las señoras, disfrutaran de productos gringos (made in Japan) en el México que se resistía a la sustitución de importaciones. Jorgito aprovechaba esas idas para acompañar a su madre y para comprar discos en JCPenny o una tiendita del centro donde vendían los Top fourty, en acetatos de 45 revoluciones, y hasta los LPs más fregones del momento. Por eso se hizo de la colección más completa del cuarteto de Liverpool y un conocedor del grupo musical más importante del siglo XX.
A finales de los setentas, vestía como John Travolta y gustaba de ir a la disco, a tertulias en “El Aquelarre” en el centro de Monterrey o en “La Cueva” del Club de Leones Anáhuac de San Nicolás. Como buen camarada, juguetón y contador de chistes blancos participaba en casi todos los bailes y reuniones juveniles de las colonias. Siempre fue un enamorado de hermosas adolescentes; sin embargo, para su pesar, fue mal correspondido. No faltaba quién se burlaba de él, por su parecido a Cyrano de Bergerac; además tenía su voz un poco gangosa, portaba una delgada figura y te hablaba desde su pequeña estatura; solamente eso tenía de pequeño, porque de otra cosa, parecía que calzaba grande, según cuentan aquellos que le conocieron sus intimidades.
Depeche Mode y The Cure fueron sus grupos favoritos en los ochentas. Su sueño fue que U2 viniera a Monterrey y tocara en un domingo por la tarde, él acudiría a escucharlos después de haber dormido lo acostumbrado: durante más de doce horas continuas, bajo las cobijas y con aire acondicionado que marcaba los veinte grados. En aquellos años, andaba de darketo y pospunkero, sin ningún tapujo. Leía, con fervor casi religioso, a Salman Rushdie y a Umberto Eco. Dejó a Allen Gingsberg y Charles Bukowski en sus pasados: beat y mel-alcohólico, respectivamente.
En la década de los noventa se le veía en el Barrio Antiguo buscando antros metaleros y de hard core. Vestía de negro y acostumbraba untarse pachule, como en los viejos tiempos. Pantera y Metálica era lo más retro que escuchaba, más bien apoyaba a los grupos locales como Mortuaria, que desplomaban los sentidos y enardeciendo a los camaradas genitálicos hacían que brincaran como chapulines al compás del requinto eléctrico y los gruñidos de los vocalistas.
En el 2006, dicen los que le conocieron, que cuando los mismísimos Rolling Stones –sus majestades legendarias del rock and roll- tocaron por única vez en el Estadio Universitario, durante varios días siguió su ruta que trazó desde la colonia Hidalgo hasta la Ciudad Universitaria, como peregrinación hacia una basílica de juventud permanente. Esto lo hacía, tratando de recordar siempre el trayecto que lo acercaba a la música, aquella sensación de eternidad que disfrutaba plenamente. Por las calles, caminaba siempre como bailando con ritmo frenético a sus casi sesenta años, balanceándose de un lado a otro y moviendo la cabeza. En su I pod (de ocho gigas), podía escuchar, con nítido sonido de sus audífonos, Bose, aquella rola que demandaba:
I can’t get no…Satisfaction
Créalo o no: en esos días. Como fantasma en la oquedad, su figura desaparecía en las madrugadas; se perdía entre la niebla casi llegando a los rieles que dividen la Hidalgo con la Army Boy, por la calle de Martín Carrera, donde se encuentra el cruce del ferrocarril. Allí donde filmaron el video del Chúntaro style del Gran Silencio.
Escúcheme bien: también dicen los que supieron de él que cuando su jefecita murió, la soledad le caló hondo. Su madre le daba sentido a su existencia-inexistencia. La última vez que lo vi. Entró a una peluquería donde yo me encontraba y preguntó la hora –sin notar mi presencia. Aunque traía un reloj Fossil, nuevecito, en su muñeca izquierda, dijo a quienes lo escuchamos:
-Ya es tiempo de partir. Me voy raza. Bajó su cabeza, trémulamente dio media vuelta. Nadie notó su ausencia, como cuando alguien se aleja de repente. Se fue, sin que me diera cuenta. Después supe que había fallecido. Un amigo me platicó que murió casi en el abandono. Todos los que le conocimos, estamos seguros que Jorgito nunca le hizo daño a nadie. Sin lugar a dudas, se fue directito al cielo.
Después de su funeral, un hermano de Jorgito contó en broma -en el club donde nos juntamos los domingos por la tarde, en la esquina de Ramón Corral- que se fue para encontrar a su madre querida. Cuando llegó al cielo, Aurorita se sintió muy feliz. Al verlo, le dijo:
- Qué bueno que vienes a estar conmigo m’hijto.
A lo cual, Jorgito respondió sonriendo:
- Si no vengo a estar contigo, mamá. Ya te disfruté mucho allá en la Tierra. Lo que pasa es que ando buscando a John Lennon y a George Harrison, que seguramente se encuentran en este lugar… A lo mejor, ya hasta hicieron una nueva versión de Let it be.
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