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Kultur |
ÍNDICE Lorena Sanmillán / Bencil Penicilina 1200000 U JRM Ávila / Tocando fondo Ileana Cepeda / Entre febrero loco y la pascua primaveral Guillermo Berrones / In memoriam Ricardo Díaz / La delicada ecuación cultural Gabriel Fuster / Los ardidos mueren quemados Alisma de León / Entre sueños Luis López / Amor medieval Ópera prima / Teresita de Jesús Muñoz Entrevista a Carlos Montemayor José Gorostiza / El alba
Bencil Penicilina 1200000 ULorena Sanmillán
Toda la noche tosí. Tos seca, de esa que es más latosa. Me duele el vientre por el esfuerzo. En la garganta llevo encendidas las antorchas de todos los Juegos Olímpicos desde el inicio de la historia de la humanidad. A pesar del inhalador nuevo, apenas puedo respirar. Ya no sé a qué sabe la comida y he olvidado a qué huelen mis perfumes. Los kleenex se han transformado en lijas que me raspan la nariz al limpiar el flujo nasal que ha estado imparable. Emisiones verdes y amarillas caen en cascada desde mi altura hasta el asfalto y si la puntería me asiste, a los zapatos. He vomitado flemas en tres ocasiones. Mi reticencia se vence y voy al médico. Me preocupa que sea influenza. Afuera de la Cruz Roja están los indigentes. Está lloviendo, hay cerca de ocho grados y buscan donde guarecerse. No existen suficientes albergues para ellos. A saber por qué no tienen hogar. ¿Algún día los artistas tendremos Seguro Social? ¿Lograrán eso los vocales en CONARTE? Muchas preguntas en búsqueda de su respuesta. Toca mi turno de consultar. Después de un examen por demás exhaustivo, la doctora anota en la receta Bencil Penicilina 1200000 U. Una diaria. Sólo de escuchar esas palabras, ya me duelen las sentaderas. Al salir de la Cruz Roja la calle se ha convertido en arenas movedizas. Mis pasos son lentísimos pues no quiero llegar a la farmacia. Sin embargo sé que sólo así me compondré. Surto la receta y voy a casa, donde me inyectarán. Grace está en su FarmVille cuando le muestro las jeringas. Accede a inyectarme, pero su granja es una labor que no puede posponer; entonces he de esperar. Tomo jarabe y subo a mi recámara. El segundero del reloj en la escalera es una guillotina sobre mi cabeza de condenada a la gripe más fatal que he padecido. Escucho sus pasos al subir y sé que ha comenzado mi martirio. Ya no hay marcha atrás. Volteada boca abajo en la cama, escucho cómo se lava las manos en el baño. Después el sonido del frasco del desinfectante surtiendo su dotación precisa para una persona. Mis glúteos al descubierto tienen frío. Muerdo la almohada. No hay peores miedos que los imaginarios. No puede abrir el frasco de la solución. ¿Me ayudas? Dice, inocente. Yo me hago la que no la escucha. Ella sigue peleando con la ampolleta. Ya está, ya la abrí, dice después de media eternidad. Abre el empaque esterilizado de la jeringa y mi respiración se detiene. Escucho cómo se fusionan el líquido y el polvo dentro del frasco en un remolino creado por la aguja. Mi tía Narcisa viene a mi mente. Mi tía a la que no quería. Mi tía la que me inyectaba. ¿Cuántas veces le propuse a mi madre cambiarnos de casa? Así ella no nos encontraría. Tengo presentes los sonidos mientras me inyectan, pues ella cargaba su jeringa de vidrio en su estuche de acero inoxidable. Jamás olvido el roce del metal cuando abría la cajita y liberaba la jeringa. La memoria auditiva es impresionante. Volteada boca abajo en la cama, todo se magnificaba. ¿Dónde quedaría el estuche de mi tía Narcisa? ¿Quién lo tiraría a la basura? ¿Alguien lo conservará? Quiero distraerme, pero la sombra de Grace acercándose es lo más cercano a mi película de terror particular. No es el Chucky enarbolando un hacha o un puñal, es ella que empuña una jeringa, dispuesta a atravesar mi piel, sin piedad. La siento cerca y me retuerzo de ansiedad. Sigue su tormento. Limpia la superficie a inyectar. El alcohol arde con la temperatura ambiente. Siento fresco. Mide la distancia exacta desde el huesito hasta no sé qué mágica cantidad de centímetros. Cuenta con parsimonia y mis dientes son una prensa que pulverizaría una varilla de media. Encuentra el sitio exacto y me da cinco golpecitos para que se adormezca la zona. Ella dice. Yo procuro relajar mi cuerpo de la cintura para abajo. No siento el piquete, sólo las manos frías de Grace. Lo que sí percibo es el tránsito del líquido hacia mi cuerpo. La nota más aguda que ha tocado mi alma llega hasta mis oídos mientras esto sucede. La aguja es inmensa: ha entrado por mi nalga izquierda y ha salido por la frente convirtiéndome en unicornio celeste dado el color de mi pijama. El medicamento sale diluido por mis pupilas en cristalina manifestación de mi estadía. De nuevo muerdo la almohada. He leído en varios diccionarios la definición de ardor, pero ahora la conozco en persona. La sensación me habita por completo. Abandono mi pierna mientras tensiono todo lo demás. Son los cinco segundos más eternos que existen. Y mañana volverán. P.S. Ya lo decidí. Este verano te voy a atrapar.
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