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Vinculado al tema de la violencia está el de la intolerancia. La intolerancia se sitúa en la antesala del odio y si no se la detiene a tiempo, después es demasiado tarde. Una vez que la intolerancia se introduce en la sociedad y se enquista en ella, da origen, inevitablemente, al odio por el otro, por el distinto y, el odio genera, a su vez, creciente violencia. La historia de la humanidad está llena de lamentables ejemplos.
          La intolerancia se disfraza, disimula, adopta tantas máscaras que resulta difícil identificarla y combatirla. Según F. Barret-Ducrocq, lo anterior sucede porque la intolerancia no forma parte de un sistema, de una religión, ni de una ideología, sino de la propia condición humana. Está presente en el corazón de la sociedad.
          La intolerancia hacia lo diferente, y el otro lo es, está latente en todos los seres humanos. Por eso es que intentamos imponer nuestras creencias y valores a los demás.
          Cuando fracasa el diálogo, la intolerancia, sorda a toda razón, se expresa con violencia: lenguaje de quienes han perdido la palabra y la razón. El daño al prójimo, gestado por el odio a lo diferente.
          En “La intolerancia”, título de la compilación de diversas ponencias sobre el tema, publicada bajo la dirección del citado autor, Ediciones Granica, México, 2007, se dice que, además, el odio es irracional, impulsivo, implacable y que sus tenebrosos poderes apelan a lo que hay de destructivo en el hombre.
Hay que agradecer a la Academia Universal de las Culturas de la UNESCO, el haber abierto ese espacio público a la discusión del tema cuya compilación se cita. Ahí quedó claro, creo que por primera vez, que el término “intolerancia”, además de referirse a un juicio crítico sobre cuestiones de orden político o personal, tiene implícito un aspecto institucional. Es en este último sentido, en el que la intolerancia se funda en la convicción de poseer la verdad absoluta y en el deber de imponerla a todos por la fuerza, sea porque Dios lo manda o porque el pueblo o partido en el poder lo ordenan.
Sin la idea de intolerancia institucionalizada, es imposible explicar la hoguera, la horca, la guillotina, los fusilamientos, los campos de concentración, los hornos crematorios, los Gulags, los Guantánamos, las invasiones, las expulsiones, las deportaciones y el confinamiento. Sin ese concepto tampoco se entienden la Inquisición y el Santo Oficio, con sus libros y pensadores quemados, ni el terrorismo, ni su revanchista respuesta, ni las aniquiladoras guerras preventivas, todas, producto de intolerantes posiciones fundamentalistas.
A la intolerancia que conduce a la violencia  justa, digna de encomio y benevolencia, la que practican quienes dirigen las instituciones dominantes de una sociedad y, a la intolerancia que genera violencia injusta, merecedora de castigos atroces, que emplean quienes disienten y se oponen, hay que agregar la violencia legal que representa la intolerancia institucionalizada que se funda en principios fundamentalistas que van desde “fuera de la Iglesia no hay salvación” a “ no hay más ruta que la neoliberal”, “no hay otra cultura que la occidental” o “la única democracia es la nuestra”. Violencias, las tres, moralmente inadmisibles porque atentan contra la dignidad de las personas.
Los crímenes de la intolerancia nos han acompañado siempre. No tenemos que remontarnos en la historia para escuchar los lamentos de los que sufrieron la limpieza étnica en los Balcanes y en Ruanda, de las víctimas del integrismo islámico en Afganistán y en Argelia, de los sometidos por las dictaduras militares en Argentina y Chile, de los excluidos por reacciones xenófobas en contra de inmigrantes, de los que han sufrido indiscriminadas agresiones en Irak, Líbano e Israel, la lista es interminable. Faltan los que están en la mira por ser integrantes del “eje del mal”.
La permanencia y proliferación de la intolerancia desde nuestra infancia como individuos y de los orígenes de la sociedad, muestra claramente que, en efecto, la destructiva tendencia no es sólo fruto de un sistema político-social como el racismo, fascismo, integrismo o nacionalismo, sino que es algo que está en cada uno de nosotros predispuesto a ser explotado por las ideologías populistas, los mesías, los profetas, los dictadores y todos los  poseedores únicos de la verdad única que despiertan nuestros temores e instintos primitivos después de hablar con Dios.
Pero, afortunadamente, podemos aprender a luchar contra la intolerancia que hay en cada uno de nosotros. Si la intolerancia es innata, la tolerancia es adquirida. Humberto Eco ha dicho que la tolerancia se aprende del mismo modo como el niño aprende a controlar sus esfínteres. Afirma que la intolerancia proviene de la ignorancia, que es causa del miedo, el cual, a su vez, conduce a la obcecación. La tolerancia, en cambio, es resultado del conocimiento que lleva a la aceptación del otro. Sólo que, para educar, agrego yo, es indispensable, antes que nada, suspender la violencia para permitir que surjan las ideas, su libre discusión y la ética del debate. Sólo en un escenario público de libre discusión y deliberación es posible la solución pacífica de los conflictos entre creencias y convicciones.
En consecuencia, si me perdonan la simplificación, resulta que la intolerancia es toda idea o acción que incita al odio y, odiar es negar la humanidad del otro, denigrarlo, disminuirlo, limitar la grandeza del hombre y sus posibilidades.
Tolerar significa, en contra, que los hombres no solamente somos libres e iguales ante la ley sino que merecemos respeto y tenemos dignidad, esa categoría que corresponde a todos los seres humanos sin excepción. La toma de  conciencia de esta calidad, producto de la larga lucha por la dignidad, sólo se puede generalizar a partir de una educación que enseñe a no odiar, a respetar y a deliberar.
La instauración del respeto a la dignidad del hombre y el surgimiento del sentimiento de solidaridad humana que urgentemente demanda la sociedad global para detener los brutales genocidios, exige que rompamos el silencio suicida condenando la intolerancia y que nos asumamos tolerantes para dar paso a la deliberación respetuosa que dé vigencia al postulado de Menandro: “Nada que sea humano puede serme ajeno”.

claudiotapia@prodigy.net.mx

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