Mi amiga me contó una historia de dolor. Esas pequeñas historias que no suelen llegar a las planas de los periódicos, ni a las pantallas de televisión. Que regularmente se agolpan en el pecho de quien ha perdido al ser amado.

Como sucedió con aquel taxista que perdió la vida en el fuego cruzado que protagonizaron narcos y militares en el municipio de Juárez, Nuevo León, donde perecieron 14 personas, entre narcos y ciudadanos que nada tenían que ver con el combate.

Pero los plomazos de los militares también alcanzaron al pasajero que conducía. El miedo lo hizo saltar del taxi para ponerse a salvo, pero los militares le cocieron el estómago a plomazos.

Me cuenta mi amiga que el día del funeral se apareció el Golden Boy, quien de buena gana se apersonó para ofrecer las condolencias a la viuda del taxista. Pero el desencuentro fue inmediato: nosotros vivimos al día, cómo pueden pensar que mi esposo estaba en el narco.

La señora desencadenó toda su impotencia frente a un gobernador que tan sólo se estrelló frente a la destrucción de una familia por los plomazos de un militar.

Mi amiga cuenta que cotidianamente suena el teléfono de la viuda, para conminarla a que ya no haga más grande el problema.

La pregunta es, ¿cuántas familias más sufren esta historia de dolor y orfandad?

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