TERREMOTO
Guillermo Fadanelli
“El terremoto en Haití ha dejado bastante deteriorado a su Dios, mientras que en México los ministros de la Iglesia se dedican a quebrantar el Estado laico e intentan por todos los medios hacer infelices a las personas, su Señor se entretiene sembrando la desgracia en un pueblo pobre e indefenso”. Podrían ser estas las palabras de un gnóstico alejandrino que resucitara en la época actual y se pusiera al tanto de la marcha de nuestro mundo. Y si en caso de ser un epicúreo quien transgrediera el tiempo para vivir a nuestro lado, se convencería otra vez de que el mundo está lleno de maldad y de que la divinidad que lo creó tiene que ser necesariamente malvada. Y en este concierto de voces atemporales Basílides constataría que la realidad continúa siendo un espejismo y Cioran proclamaría una vez más la necesidad de un dios abúlico, reacio a ejercitar sus músculos creando todavía más desgracias. Pero no es mi intención ofender a los creyentes ni mucho menos crear polémicas acerca de lo que no se puede polemizar. La cuestión es que siendo yo un humilde pagano no deseaba dejar pasar el hecho de que en caso de ser monoteísta el terremoto en Haití me habría dado bastante en qué pensar e incluso estaría sopesando la posibilidad de cambiarme de equipo. Eso es todo.
Las desgracias suelen ser un estímulo para cavilar acerca del sentido de las creencias más acendradas. Es del saber común que el terremoto de Lisboa en 1755 afectó a Voltaire a tal extremo que modificó su pensamiento acerca de la razón divina y que la invasión de Roma por los bárbaros empujó a un consternado San Agustín a escribir La ciudad de Dios. Tres días duró la invasión a Roma por los godos y 14 años la escritura de esta obra que decidió mudar la ciudad terrena a los santos cielos donde ningún terror humano volvería a devastarla. Qué alivio es concebir el mundo como un conjunto de desgracias y convencerse de que no existe orden divino. Cioran, lo escribió de manera vehemente y precisa: “La injusticia rige al universo. Todo lo que se construye o se marchita lleva la huella de la inmunda fragilidad, como si la materia fuese el fruto de un escándalo en el seno de la nada”. Y mientras los jeques árabes levantan en Dubái la torre más absurda de la historia, decenas de miles de haitianos son sepultados bajo los escombros de sus casas miserables. Este sí que es un verdadero testimonio divino y si el gnóstico Valentín de Alejandría estuviera entre nosotros no se inmutaría en absoluto. Acaso volvería a afirmar que estos acontecimientos son consecuencia del error original: hechos por demás naturales en un mundo cuya esencia es la maldad, el absurdo y la muerte.
Y si nos salvamos de los terremotos seguiremos viviendo a expensas de la crueldad humana. Lo anterior parece decirnos uno de los relatos más aprehensivos de Heinrich von Kleist cuyo título es “El terremoto de Chile.” Un sismo salva a una joven pareja de morir cuando arrasa la ciudad y derrumba los muros de la prisión donde se encontraban los repudiados amantes (incluso el arzobispo queda sepultado entre piedras como una rata). Tal pareciera que por una vez en la tierra la justicia divina se ha hecho presente, pero una vez que los amantes vuelven a la ciudad, una horda de fanáticos acaba con sus vidas de manera sanguinaria. Los acusan de haber causado el terremoto y de que sus amoríos han desatado la desgracia sobre la ciudad. Este relato fue escrito en 1805, tres lustros antes del suicidio de Heinrich von Kleist y cuando lo leí por primera vez no fui capaz de advertir el profundo pesimismo que impregna toda la narración. Hoy que he vuelto a sus páginas no sólo lo he apreciado de manera distinta, sino que me parece una ilustración de lo que sucede en la actualidad: una época en la que todavía existen religiosos empeñados en prodigar prohibiciones aludiendo a alguna clase de autoridad divina.
Qué fortuna encuentro en ser pagano. Puedo cambiar de dios o de santo todas las mañanas. No tengo que ceñirme a las leyes que dictan los fanáticos y hasta puedo inventar divinidades para cada ocasión, ungir a una teibolera como deidad suprema o poner a los dioses a pelear entre sí. En definitiva ningún terremoto me hará cambiar de opinión.
El Universal
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