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LOS SUAVES ÁNGULOS
Coral Aguirre

Ah esta muchacha, esta Dulce, suave como ella sola, lo sé, pero terrible en actos literarios, esto es, en escritura  decidora de secretos, de cábalas que podemos desconocer o no, pero que ella nos ofrece con sonrisa de Gioconda, esta Dulce que no escribe lo que escribe sino siempre otra cosa, más allá, más allá, y más allá…Ella que se solaza con el psicoanálisis y la filosofía y que no se queda quieta ni un segundo puesto que esgrime en la punta de su lápiz virtual, el arma con que nos desarma, pieza a pieza, parte a parte, hasta desnudarnos el secreto, ese que siempre pertenece al sujeto partido, y por lo mismo tan deseante como para ir al encuentro de los suaves ángulos.

Se me ocurre que en el título estaría la primera clave. Se denomina ángulo a la abertura entre dos líneas de cualquier tipo que concurren en un punto común llamado vértice, ¿verdad? Por ello mismo, hay ángulos complementarios, suplementarios, conjugados, adyacentes, opuestos por el vértice, y así pudiéramos recorrer el material que propone la geometría respecto de esta figura, hallando siempre su rúbrica en los personajes de esta novela inteligentísima cuyas presencias se superponen, se tocan, se acarician, se bifurcan, se imanan o rechazan, se complementan, en paralelas, en cruces, en aristas, en quiebres, en acuerdos y desacuerdos. Y cuyo vector común resulta ser que nunca se juega a dos puntas sino a tres, y cuyo signo flagrante es la estructura angular.

El lector verá quizás con complicidad o con sorpresa, que no hay pareja sino que uno de los lados invita siempre a la presencia de un tercero, no importa que esté presente o no, Teresa y Alberto, remiten a Sergio, o bien Sergio y Alberto remiten a Teresa, y si Yesenia aparece en el vértice de Laura y César, es de alguna manera por invocación de Laura esposa de César, entonces César marido o amante lo será siempre en razón de una construcción equívoca, y así cada uno de los personajes. Del mismo modo que Norma será la propiciadora del encuentro entre Casandra y César, como Laura entre Yesenia y César, y a la manera de un carrusel enloquecido Alberto le transfiere su hermano Sergio a Teresa, y ésta a su vez a Alberto, y Norma le transfiere César, a Casandra, y Casandra, César, a Norma. Con el agravante que cada uno de ellos quiere ser el otro, porque atrapar al otro, es ocupar el lugar del otro, y ser el otro, de alguna manera subrepticia o manifiesta. Las remisiones del uno al otro son infinitas, pero los ángulos permanecen, obtusos o rectos, paralelos o conjugados.

Pero, ¿por qué esta complicación del mapa vincular? Porque Dulce se ha metido con la historia más endiablada que pudiera contarse, la del amor, ergo la de la vida, la de la muerte. En esta ruta, como en toda carta que la diseñe, los ámbitos del deseo son los ámbitos propios del despliegue del poder de lo otro. El sujeto deseante va en busca de lo que pudiera ensimismarlo, o dicho de otro modo, aniquilarlo, aún cuando no lo advierta.

Y allí entonces suceden los trastoques, los disfraces, el carnaval y la galería de espejos, las metamorfosis o la nostalgia de ellas. Lo cierto es que enajenados o no, Teresa, Casandra, Norma, César, Alberto, Sergio, sienten la privación, porque desear es la señal de una privación, porque querer atrapar al oscuro deseo, es ir en busca de algo que me falta. Dice Platón “El que desea, desea lo que no está seguro de poseer, lo que no existe en el presente, lo que no posee, lo que no tiene, lo que le falta, esto es pues, desear y amar”. De lo cual se deduce lo que en El Banquete concluye Diótima, con D de Dulce,  y quizás la más sabia de los expositores a propósito del ubicuo amor, del imposible amor. Dice Diótima “el amor es un gran demonio porque todo demonio ocupa un lugar entre los hombres y los dioses. Y por ello mismo el amor no es bueno ni bello, el amor es lo que ama, no lo que es amado”. Con semejante proposición se mete Dulce, nuestra Diótima de estos tiempos para denunciar que en realidad no amamos al depositario de nuestros deseos, él es un fantasma, está y no está, como en el juego del espejo del niño, nos amamos en el amor y en el amor creemos porque no está, ni existe, es el reflejo que ha quedado atrapado en el amado. Sólo eso. Lo más seguro que lo que invoca Dulce es al Narciso que subyace en cada uno de nosotros. Teresa, la gran narcisista nos inventa y se inventa, al mirarse en las aguas que pasan mostrándola, ostentándola en los rostros inventados/reflejados/, fantasmáticos. Así pues descubrimos que la segunda clave sería el epígrafe de Platón al comienzo de la novela.

Insistamos ahora en esta Teresa, la voz que incurre en la reunión de todos los caracteres. La emisora, esa Teresa, una Teresa enamorada de la pantalla y la virtualidad que envía a su jefe lejano, César, ella trabaja por entregas desde su computadora, los flujos y reflujos del itinerario afectivo de todos los personajes incluido el de ella, la gran decidora, la gran parlanchina, la palabruda diría Gabriela Mistral, la que no se queda callada bajo ningún aspecto y renunciar a ello, sería renunciar a la propia vida que no se vive sino se relata.  Una Teresa enamorada del lenguaje.

Tiempo y lenguaje definen nuestra existencia, según Heidegger. Y aquí, en esta obra, el tiempo es semejante al que alude el filósofo alemán, no es un cauce cronológico, es un entrecruce, una ruptura de la cronología, una multiplicación de partes que de ninguna manera remiten a un todo. Y en el cauce el agua que circula es la palabra. La que crea el mundo. Por ello mismo hay que denunciar a la demiurga Teresa, que es la demiurga Dulce que se toma el atrevimiento de ser la fabulista, de ejercer la palabra enflaqueciéndola o engordándola hasta el paroxismo, para resolver que los otros, los que la habitan, los que la acompañan a su vera, son siempre los que inventamos en nuestras sucias cabecitas. Nunca los otros son ellos en sí mismos, lo son en nosotros mismos, aquello que se anuda y se desanuda en los hilos de la lengua, y en sus filos. Y Teresa, la gran filosa, la hilandera que hila, une y corta, se aprovecha hasta la última frontera, allí se detiene, exánime, porque esta última frontera es Natalia, su niña. Y con ella no puede jugar, ella es su última razón para callar y acomodarse. Natalia es el deseo extraviado, hecho carne  y presente, allí, en sus brazos. Ante ella Teresa debe detenerse porque si no colapsa el mundo, se desintegraría la razón de ser y de existir. Lo demás puede desbocarse, huir, perseguirse, correr detrás de fantasmagorerías, reflejos de reflejos, lo otro innominado, Natalia es la integridad mínima, frágil pero integridad al fin, del universo conocido como Teresa. Es la ternura, quizás, el único impulso del alma que nos redime.

Pero la Dulce Teresa es muy vivaracha, se detiene al filo, y recomienza en alguna otra parte. Recomienza siempre, con el hueco, el vacío, el animal, la cosa esa, la que no puede nombrarse, recomienza otra vez y otra vez en busca de César, al que se le cuentan las historias, el que protagoniza las historias a veces, el que está vivo con su familia su ley y su orden, el que está del otro lado de la pantalla. Otra vez Platón, las sombras en la caverna, la luz de refilón, apenas la idea de algo, alguna cosa, algo otro, algo que no soy yo, algo más allá que pudiera nombrarme, que pudiera decir mi pobreza o mi castidad. Pero sobre todo mi incompletud. Alguien.
Esa es la substancia de la novela, una anécdota mínima, los vínculos inventados o no entre los personajes cuyo manejo pertenece a la construcción lingüística de Teresa fabuladora, y el tema del amor como imposibilidad. En ella, en Los suaves ángulos,  reina la opulencia de los decires porque su autora domeña, amplifica, amasa la signatura verbal y alcanza a pronunciar algo que deja de ser balbuceo para devenir agasajo de la percepción. Mucho más allá de la palabra que sin embargo se ejerce para tocar el limen, el umbral.

Hay una incomodidad en toda esta historia. Una especie de presentimiento doloroso.
Dejo para el final mi última clave, el epígrafe en la primera página, debajo del de Platón, el de Derrida.

Dice Derrida que No hay fuera de texto, con lo que no quiere decir que todo es escritura sobre un papel sino que toda experiencia está estructurada como un itinerario o mapa de huellas remitiendo siempre a algo más allá de sí mismas. Del mismo modo, el francés señala que No hay presente que se constituya como tal, sin remitir a otro tiempo, a otro presente, a un presente-huella. En ese presente-huella se está trazando al mismo tiempo el aquí y ahora.

Fue por eso que me acerqué al espejo…y cuando  reparé en mis ojos, lo vi. Fue apenas un instante: en el espejo había algo. Un animal. Una cosa húmeda. Se movía allí dentro. El animal. Me veía.

Y un poco más adelante en el mismo capítulo:
Algo que no era él mismo asomó en sus ojos. Un ser muy parecido al que había descubierto en el espejo.
El presente-huella.

Así esta escritora se plantea una ley singular de escritura en el tiempo/huella y en el lenguaje/texto, y nos propone a nosotros, sus lectores, una ley singular de lectura. El hallazgo de algo más, de otra cosa, una metamorfosis permanente que va transformando la misma aprehensión del texto. Como bolas que rebotan las unas contra las otras en una continua e inacabable condición de resonancias que remiten siempre más allá y se abren a otra instancia por encima de ellas mismas.

Entonces el texto no cierra, no concluye, porque su significado como nuestras propias vidas no es totalizador, nunca se completa, ni siquiera con la última página y la última acción, y en mí, en ti, tampoco, ni siquiera con la muerte. Somos texto abierto como lo son los personajes de Los suaves ángulos. No hay cierre, no hay conclusión, sólo el punto final. La pura gramática de los actos inconclusos, la sintaxis recurrente de una apertura al vacío.

Y el amor, ese que dice Platón,  esa cosa que ama sin ser lo que es amado,  nuestra presa inalcanzable, la vuelta a la circunferencia donde los suaves ángulos dibujan las quebraduras, la imposibilidad del encuentro, de un tú y yo absolutos. De un tú y yo, únicos e íntegros.

Y dice Diótima, Dulce, Teresa, quizás yo misma, quizás tú mismo, futuro lector: Y de pronto el corazón. Ese animal que te digo, amor, ahí adentro. La urgencia alargada en ventosas para tocarlo. En la pantalla o donde fuera. Nos poníamos ansiosos. Tensos. Vigilantes. Eso éramos, amor. Ese pulpo. Esa manera de cuerpos separados que se alargan. Se buscan. Se tocan y no. ¿Me entiendes?

¿Entenderemos a Dulce? Sí, siempre que no busquemos certezas sino el verbo que dice su partición, ese sujeto partido, ese ser deseante sin objeto, ese lenguaje que somos, inacabado.

Tal cual ella lo dice:
Fuera de las palabras y al mismo tiempo dentro.
 

GONZÁLEZ, Dulce María. Los suaves ángulos, Jus / Uanl, México, 2009.

Texto leído por la autora en la presentación del libro realizada el miércoles 10 de febrero de 2010, en la Sala Zertuche del Centro Cultural Universitario.

 

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