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1° Noviembre 2010
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Juárez, testimonios de nuestro dolor
Víctor Orozco

orA punto de concluir el artículo contenido en los siguientes párrafos, fui enterado del ataque realizado por agentes de la policía federal en contra de un grupo de estudiantes de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, cuando éstos concluían una marcha en las puertas del Instituto de Ciencias Biomédicas como actividad inaugural del Foro Internacional contra la Militarización y la Violencia.

Una bala disparada por alguno de los militares destrozó el vientre del estudiante de la carrera de Sociología, Darío Álvarez. Esta felonía viene a juntarse a las agresiones sufridas por los habitantes de ciudad Juárez, que contemplan impotentes el crecimiento de las cifras fatídicas, constatando que cada mes es más sangriento que el anterior. Los militares, de verde o de azul, en nada han ayudado a disminuir los crímenes de toda índole pero usan sus rifles de alto poder contra los integrantes de una manifestación pacífica que exige su retiro del territorio chihuahuense. El disparo fue por la espalda, dentro de las instalaciones de la Universidad. ¿Cómo podrá el gobierno federal justificar la atrocidad? ¿Cómo explicar la presencia de estas patrullas de comandos armados hasta los dientes siguiendo a los manifestantes? ¿Cómo? Los responsables deben ser castigados, sin duda, pero debe irse mucho más lejos, porque el hecho constituye la gota que ha derramado el vaso: los federales deben irse de Ciudad Juárez

Contemplo un cuadro de Joaquín Pinto, pintor ecuatoriano decimonónico en el que representa a un auto de fe, montado por el Tribunal de la Santa Inquisición: se ve el terrible espectáculo de dos condenados a las llamas, rodeado por verdugos que arrojan manojos de leños a las hogueras, soldados y frailes. A los pies de uno de éstos una mujer con el torso desnudo muestra una desolación absoluta. No se sabe si es doliente de alguno de los desdichados u otra víctima en espera de su turno. Recuerdo en esos instantes las fotografías del holocausto ordenado por el Estado alemán dirigido por los nazis, a los niños torturados, a los hombres y mujeres azotados hasta morir. A estas dos vivencias, se agrega la visión de la reciente y espléndida película Infierno. Y con las tres imágenes me viene en mente un antiguo debate: ¿vale la pena conservar en la memoria colectiva este terror? ¿Para qué plasmar en lienzos, cintas, documentos o dispositivos digitales estos hechos en los que se revelan las peores miserias, la perversidad suprema, que han acompañado al hombre?

 Estas mismas cuestiones me asaltan cuando leo -y contemplo sobre todo- el libro confeccionado por Guillermo Cervantes: Ciudad Juárez 2008-2010. Un testimonio fotográfico de nuestro dolor. A photographic testimony of our pain. (Sus textos están en los dos idiomas.) En cuatro secciones, pone frente a nuestros ojos la tragedia de una ciudad –ésta, la nuestra- que se muere lentamente: primero las atrocidades de la violencia despiadada, en donde desfilan las imágenes de los cuerpos mutilados, la sangre, los cadáveres tirados en banquetas y automóviles. Luego vienen las de militares y policías patrullando la ciudad, acotando las zonas de los crímenes, copando todo, por todas partes. Enseguida, los efectos entre la población: el dolor, la impotencia, la desesperación, el éxodo y al final, las reacciones de los arriesgados que han decidido manifestarse, denunciar a las autoridades y exigir responsabilidades.

Les pregunto a un grupo de estudiantes, -quienes en apariencia se han venido cubriendo por un caparazón de indiferencia o resignación-, qué opinan sobre el tema: los que responden dicen que las fotografías deben conocerse, que no vale la pena ocultar la realidad. Estoy de acuerdo. El pintor, el cineasta, el fotógrafo, el escritor, con seguridad quisieran que los hechos recogidos por sus ojos y su cerebro, nunca hubieran existido. Que nunca se hubieran producido las quemas de herejes y brujas, que nunca se hubiesen cometido genocidios, que nunca se hubiese puesto en acto el Infierno que se vive en México. Pero todo ello ocurrió y ocurre. Y es necesario grabarlo, recogerlo, escribirlo, plasmarlo, porque de otra manera nos negamos la posibilidad de aprender, de remediar, de evitar las repeticiones.

Es un libro serio e impactante. No exagera poniéndole una lupa a la tragedia de Juárez, que retrata tal cual. El autor incluyó unos cuantos escritos, apenas los necesarios para dar cuenta de sus propósitos. Lo demás lo dicen las fotografías, silenciosas, a manera de una película muda que va poniendo ante el espectador la magnitud del desastre que vive México.

El primer acierto del libro es a mi juicio la fijación del lapso: 2008-2010. Nada de esconderse en la cantinela: el crimen se dejó crecer, todos somos culpables porque no hicimos nada, etcétera. No. Los hechos tercos están allí, documentados, puestos en cuadros y gráficas: la violencia en gran escala, las masacres, las extorsiones, los secuestros, todas estas maldiciones se dispararon hasta alcanzar niveles inconcebibles, a partir de los primeros meses de 2008. El autor no se deja engañar, éste es el punto. ¿Se declaró entonces una guerra? ¿Las autoridades decidieron revelar al mundo su incapacidad? ¿Es el momento cuando el estado mexicano expuso el flanco débil, su casi no Estado? ¿O, en sentido inverso, alguien prepara el campo para alzar sobre las ruinas que están quedando un nuevo orden, tiránico y autoritario?

El pórtico del libro, contiene un poema de Micaela Solís, compuesto con palabras vehementes, duras y precisas, reveladoras de infamias que pueblan esta guerra de desolación. En las cubiertas, se expone un cuadro impresionante de Antonio Lite titulado Guernica de México. El original es un lienzo de 2.3 por 4.7 metros en el cual el autor, a la manera de Picasso, quien captó y plasmó el dolor de los vecinos de la aldea española después del bombardeo de los aviones alemanes en 1937. Es, como aquella que le sirvió de inspiración, una obra llena de símbolos y figuras que sintetizan la destrucción de vidas, con cuerpos mutilados, caras desencajadas y tal vez, infiero, en una efigie fantasmal, se simbolice al enemigo desconocido, a la fuerza criminal no identificada por el hombre de la calle, encapuchada, sin o con uniforme, causante del martirio.  

El libro fue presentado ayer domingo en una de las mesas del Foro Internacional contra la Militarización y la Violencia que se realiza en instalaciones del Instituto de Ciencias Biomédicas de la UACJ.

 

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