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23 Noviembre 2010
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Robocop y mi niña hermosa
Guillermo Lozano Jr.

En la literatura y los guiones que a partir de ésta se adaptan a la pantalla grande, hay “triunfos felices” de la realidad sobre la ficción. Si por ejemplo comprásemos aquella idea imperialista  desperdigada mediáticamente al   populi  y que nació quizá antes de la guerra fría de que la exploración submarina y los viajes al espacio son “los grandes pasos de la humanidad”, amén de que gobiernos, científicos  y milicias mejor gastaran el dinero asignado en cuidar, curar enfermedades y brindar lo básico a quienes más lo necesitan, sí: quizá sin proponérselo, mentes brillantes-soles como Leonardo Da Vinci, Julio Verne e Issac Asimov, pronosticaron lo venidero y, sin dejar de advertir  peligros y conductas erráticas y criticar  su tiempo, escribieron y dibujaron en ficción que volaríamos (Da Vinci) y conoceríamos el espacio (Asimov), la profundidad de los océanos (Verne), la vida urbana digitalizada y tecnocrática (Asimov).

Pero así como hay triunfos felices, también hay derrotas infelices (vale el desplazamiento semántico y la paronomasia: infelices son quienes las perpetran a nivel real o social) vaticinadas en el guión para una película o escritas en un libro, que detallan sucesos que como sociedad, nunca quisiéramos que ocurrieran. A colación, hago remembranza de la película Robocop, adaptada del guión escrito por Edward Neumeier y Michael Miner, que llegó a las salas de cine en México allá entre 1987 y 1989. Me sumerjo entonces en la ficción porque, como bien diría Octavio Paz, “recordar es imaginar”:

Cursaba el quinto grado de la escuela primaria. Estaba enamorado de una niña hermosa que me invitaba a su casa a aprender inglés y a ver películas; yo la invitaba a la mía a  saltar en  pogo-ball y a jugar Nintendo. Era 1988 y  sólo había ido al cine diez veces a ver a mi héroe infantil “Daniel-san” y a su maestro: el invencible “Señor Myagui”, en la primera de una saga de cinco películas y un remake llamada “The Karate Kid”. La niña hermosa de mis pueriles amores, tenía dos hermanos mayores que gustaban de ver películas con nosotros por aquello de que no se me fuera a ocurrir llevar el amor a la práctica prematuramente y, por ejemplo, aprovechando los poderosos resortes de la inmensa cama matrimonial donde siempre nos sentábamos a ver televisión y mis visibles dotes de niño karateca enamorado, pegar tremendo brinco a labio apretado y babear, a más no poder, los hermosos cachetitos de mi adorada.

Así pues, la avanzada neuronal de unos años contenida en las cabezas de nuestros cuidadores chicos preparatorianos, tenía otra perspectiva del cine y de las relaciones humanas: les aburrían las películas de karatazos y preferían las de balazos. Así que fuimos a pie al video club y encontramos las tres últimas “revoluciones” para el confort hedonista en México: palomitas con mantequilla para el horno de micro-ondas, el formato VHS, emergente y triunfante modalidad para video caseteras que desplazaba  al formato “Beta”; y lo mejor de todo: la película Robocop (literalmente, un polizonte con copas): robot- policía humanoide asesino de maleantes (¡guau!).

Así que, como “con Karate Kid ya chole”  –argumento irrefutable del hermano mayor  de mi amada – no les convencí de las proezas del increíble señor Myagui y nos llevamos la película de Robo… 
     
Ya entramados en el argumento de Robocop  –y con la niña de mis ojos sentada en la cama y yo en el piso– se me olvidaron los nervios del amor y mi condición de invitado al suelo y quedé atónito poco a poco al descubrir que, por ejemplo, por más cinta negra que seas, una bala es una bala (ni modo Señor Myagui).

En Robocop, la policía no podía contener a los maleantes; los maleantes eran ex militares o ex policías corrompidos por los jefes de la mafia y con armas de alto poder para adueñarse de una metrópoli (Detroit);  los altos funcionarios tecnocráticos y  líderes de la ciudad eran presas de sus propias ambiciones de poder y, por conservarlo, contrataban  a los mencionados ex policías o ex militares, ahora parte del crimen organizado, para matar a sus rivales, mismos que –aunque triunfantes en términos de status, juventud e inteligencia – no podían evitar caer en la tentación de contratar prostitutas e inhalar junto a sus esculturales cuerpos, unas líneas de coca para divertirse.

En 1988, estos entramados profundos subyacentes bajo el tema principal de una película futurista, eran sólo eso: ficción. Así que en mi mente de niño sentía alivio de que las bombas en coches,  los secuestros, los policías y funcionarios muertos y expuestos y los asaltos a casa habitación a mano armada, fueran simples exageraciones de una película violenta.

En mi mente de adulto, sé que a nuestros días, veintidós años después de aquella remembranza inocente y con el advenimiento de la guerra del narcotráfico a las ciudades, un  “policía-robot con copas” resultaría lerdo y no sería posible cargar de combustible a  nuestros protectores no corruptos, con una lata de Gerber –desayuno diario de Robo-cop que le duraba todo el día – o a las capas marginadas de la sociedad, con promesas falsas de bien estar social y mejoras económicas.

El dinero y el poder a escala social (que empieza siendo individual) son las venas que revientan en rojo, los nervios reales de esta batalla que ha dejado de ser ficción y se nos volvió  realidad en México. Agotarle esa fuente vital-corrosiva a los infelices que compran voluntades, sea quizá de acuerdo con Edgardo Buscaglia y Denise Dresser (Proceso: 1758 pp. 36-38; y 1763 pp.46-47) una  de las salidas viables para derribar a los gigantes de la corrupción.

Por lo demás, me habría gustado que la verosimilitud, cualidad literaria y fílmica en las historias que leemos o vemos en películas, hubiera sido una premonición hacia las nobles causas; un triunfo que adelanta la creatividad artística a sucesos maravillosamente venideros en nuestra sociedad (como  los textos de Da Vinci, Verne, e Issac Asimov) e incluso, creer el tema principal de la película Robocop: un policía  que, sin dejarse corromper, sigue sus principios más elementales: “Serve the country; Protect the inocents; Applay the law”, pero no fue así en mi ciudad, no ha sido así en mi México.

 

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