675 24 Noviembre 2010 |
JUEGO DE OJOS Para los hijos de un mundo en donde a los héroes se les mira con dejo burlón y los diferentes son más reprimidos que imitados, la biografía de John Silas Reed puede resultar tan abrumadora como un largometraje pasado a alta velocidad en donde las imágenes se persiguen unas a otras hasta marear al espectador. Jack, como le llamaban sus amigos de la bohemia, murió 72 horas antes de cumplir 33 años, al otro lado del mundo, honrado por las banderas de una nación que no era la suya. Fue testigo de dos de las primeras revoluciones del siglo y su obra explicó a la humanidad los significados más profundos de esos eventos. A una edad en la que la mayoría de los hombres apenas comienza a pulsar el posible rumbo de su vida, John ya era una leyenda. Y cuando su agitada existencia expiró en un hospital moscovita y la noticia recorrió el mundo, en su patria hubo tantas muestras de alivio como de dolor. No sabemos en qué clase de hombre se hubiera convertido de haber vivido otros veinte o treinta años. Tal vez Jack, aclamado como el mejor periodista de su tiempo a los 26 años, y un consumado escritor y activista político a los 32 –se dice que al altanero y racista de Rudyard Kipling los artículos de Reed le permitieron “ver” a México- también consumó la hazaña de morirse a tiempo. La tarde del sábado 23 de octubre de 1920 en Moscú fue de un otoño frío, lluvioso y dorado. Una neblina aperlada se levantaba del río Moskva para acariciar los muros del Kremlin. En la gran Plaza Roja las banderas ondeaban en la bruma cuando la enorme procesión hizo su arribo procedente del Templo del Trabajo a los acordes de una marcha fúnebre; el retumbar de las botas sobre el piso áspero dio un toque de rudeza a la ceremonia. Testigos mudos eran la muralla, las 19 torres y las catedrales de la Asunción, del Arcángel y de la Anunciación. John Reed había muerto de tifoidea unos días antes, y la procesión llevaba sus restos al corazón de los pueblos soviéticos, con honores propios de un héroe del proletariado. Cuando el féretro fue colocado en los muros del Kremlin bajo una manta roja en la que grandes caracteres dorados proclamaban: “Los dirigentes mueren, pero las causas permanecen”, las banderas fueron colocadas a media asta y el aire retumbó con descargas de fusil que se diluyeron en un apesadumbrado silencio. Junto al féretro, Louise Briant, la pareja de amores tormentosos y atormentados del escritor, observó los momentos finales de la ceremonia con una intensa luz en sus ojos gris verdes. Había llegado a Moscú apenas a tiempo para que John muriera en sus brazos y estuvo cerca del sarcófago cada minuto de todos los días de ceremonias en honor de su compañero. ¿Qué pensamientos habrán pasado por la mente de Louise Briant esa tarde fría y lluviosa? Quizá momentos de las noches en una cabaña de Croton. Tal vez imágenes de aquel hombrón torpe, rebosante de energía e ingenio, mientras arengaba a una multitud de trabajadores, el puño derecho en alto, el dorso izquierdo apartando del rostro el pelo rebelde. O enfrascado en interminables discusiones alcohólicas en un figón del Greenwich Village. Louise Briant pudo haber sentido que aquel enfant terrible, poeta, periodista, escritor y activista social, a fin de cuentas encontró la victoria. “Los verdaderos revolucionarios”, había escrito Jack, “son aquellos que llegan al límite”. Reed nació el 22 de octubre de 1887 en el seno de una familia acomodada y conservadora de Portland, Oregón, y fue bautizado en la iglesia Episcopal. Vivió la vida protegida de un niño enfermizo en la casa de los abuelos maternos, “una mansión señorial con un enorme parque en donde había una terraza rodeada en tres lados por higueras con luces de gas ocultas entre la corteza. En el verano se colocaba un toldo y la gente bailaba a la luz que parecía salir de entre los árboles”, recordaba Reed en su ensayo autobiográfico Casi treinta años. En 1887 Portland era una bulliciosa comunidad puritana en donde se exaltaba el trabajo, la religión, la decencia y la moderación. Un cronista de la época definió a los padres de la ciudad como “prudentes y valiosos, con una moralidad, convicción religiosa y fortaleza de carácter no igualados por ninguna otra clase social en América”. Aunque la madre de Reed se veía a sí misma como una “rebelde” y fue de las primeras mujeres que fumaron en público, despreciaba a las clases trabajadoras, a los extranjeros y a los radicales. Años después, siendo una viuda pobre, llegó al extremo de rechazar dinero de Jack porque no quería ser mantenida por un hijo pro soviético. La atmósfera de corrección, prudencia y calma que reinaba en el hogar de los Reed era alterada sólo por la visita ocasional de un hermano de la madre de Jack, el tío Horacio, quien –para horror de ese hogar cristiano- adornaba sus aventuras por el mundo con relatos fantásticos en donde se colocaba como figura principal de revoluciones, golpes de Estado y hazañas alucinantes. Puede uno imaginar el impacto que esas historias tuvieron en el joven John. El tío no sólo aseguraba haber encabezado una revuelta popular en Guatemala, sino que además juró haber sido coronado rey de una isla de los mares del sur. Su padre, Charles Jerome Reed -mejor conocido como C.J.- decidió enviar a su hijo a la mejor universidad, en donde pudiera adquirir las herramientas profesionales necesarias para alcanzar un nivel apropiado de vida y el aura de prestigio necesaria para su futuro ambiente social. La elección obvia fue Harvard. Pero durante sus años de estudiante Jack comprendió que no estaba destinado a regresar a Portland y que el éxito económico no le atraía. Era de una naturaleza distinta y no seguiría los pasos de su padre, aunque ello le hiciera sentir culpable. Concluidos sus estudios viajo a Europa y de regreso, a los 23 años, encontró trabajo en la revista neoyorquina America y en otras publicaciones. John Reed, periodista y escritor, estaba a punto de dejar su huella en la gran urbe de hierro… comenzaba la gran aventura que lo llevaría primero México y después a la naciente Unión Soviética. Cuando Jack llegó a la frontera de Texas con Chihuahua una tarde a finales de 1913 y trepó al tejado de la oficina de correos de Presidio para dar su primer vistazo a México, ya llevaba la doble fama de periodista y luchador social. Reed no llegó a México por cuenta propia. Fue comisionado por la revista Metropolitan y el diario World para cubrir la revolución mexicana, en particular las andanzas del caudillo rebelde Francisco Villa, cuyas operaciones en las cercanías de la frontera estadounidense lo habían convertido en noticia de primera plana. Años después Reed diría que México fue el lugar en donde se encontró a sí mismo. Este gringo torpe, explosivo, lúcido, valeroso y cálido, escribió artículos sobre México que dieron a los lectores norteamericanos y a la clase política del país vecino puntos de vista que sin duda influyeron su percepción del conflicto en México. Sus relatos sobre Francisco Villa, a quien conoció y admiró profundamente, elevaron a éste de bandido a héroe ante la opinión pública norteamericana. Reed logró transmitir al mundo los más profundos sentimientos de un pueblo en armas. John se insertó en las vidas de los hombres y mujeres revolucionarios para ver el conflicto desde su punto de vista. Tomó partido por “los hombres” para poder experimentar por sí mismo la promesa del nuevo amanecer que la sangrienta guerra traería a México: una nación libre en donde no habría clases marginadas, ejército opresor, dictadores o iglesia al servicio de los poderosos. En su ensayo El legendario John Reed, Walter Lippmann escribió: “El público se percató de que podía vivir lo que John Reed vio, tocó y sintió. La variedad de sus impresiones y el color y fuentes de sus escritos parecían interminables. Los artículos que mandó de la frontera mexicana eran tan apasionados como el desierto mexicano y la revolución villista... Comenzó a atrapar a sus lectores, sumergiéndolos en oleadas de un panorama maravilloso de tierra y cielo. Mi generación es nieta de hombres con quienes Jack compartió frijol, tortillas, chile y alcohol. Muchos de nosotros supimos de las batallas de la División del Norte por esos fantasmas del pasado que guardaban uniformes, sombreros, cananas y carabinas 30/30 en roperos adornados con espejos y nos dejaban tocar, con expresión de sonriente melancolía, las cicatrices de sus heridas de bala. La mirada de estos abuelos nuestros se iluminaba al recordar a su general Villa, la personificación de un México mejor que esperaban un día llamar el suyo. Los nietos de esos hombres, que leímos México Insurgente en la adolescencia, nos sumergimos en aquel mundo gracias a la pluma de Reed. En las páginas de México Insurgente el periodismo y la literatura se disputan el espacio, cada uno dando al otro un escenario propio. Esta pugna amistosa se complementa con el mensaje de Reed, en ocasiones directo y en otras entre líneas. He aquí a un hombre que llegó a los desiertos luminosos de un país llamado México para reafirmar sus propias convicciones revolucionarias entre hombres andrajosos, iletrados, pobremente armados, indisciplinados y libres, cuyo instinto más que una ideología les decía que la guerra era el único medio posible, en ese momento, de cambiar su vida, de terminar con la explotación de los muchos por los menos. No es una exageración decir que el John Reed que regresó a los Estados Unidos en abril de 1914 no era el mismo que vio por primera vez a México desde el tejado de la oficina de correos de Presidio. En México Reed perfeccionó las herramientas para su otra gran obra, Los diez días que conmovieron al mundo, relato que el propio Vladimir Ilych Ulyanov, Lenin, decidió prologar. El dirigente lo consideró una de las mejores narrativas sobre la Revolución de Octubre y tuvo la esperanza de que fuera leída por los trabajadores del mundo. Proponer que John Silas Reed murió muy joven es un lugar común. En efecto desapareció a temprana edad, pero con una obra completa. Quizá sea más correcto aceptar que sus voces interiores se apagaron para que pudiese morir a tiempo. Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.
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