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3 Agosto 2011
 


FRONTERA CRÓNICA
Sospechoso
J. R. M. Ávila

Monterrey.- Son las once de la noche, la colonia está casi desierta, no hay tránsito, no hay gente caminando por las calles, por eso la llegada del convoy perturba al vecindario, y sobre todo porque los soldados tocan a las puertas con el más grande estrépito que pueda imaginarse.

La gente abre: nada debe y nada quiere temer. ¿Cómo desconfiar del ejército, uno de los más sagrados brazos de la Patria, una de las instituciones que nos ha ayudado en miles de contingencias, como temblores, inundaciones o incendios? Se ha olvidado la represión que protagonizó en los años sesenta y setenta del siglo pasado, así que cuando los soldados piden entrada a las casas nadie se las niega.

No dicen que buscan armas o drogas porque saben que la gente lo negará, por eso prefieren encargarse de su trabajo y no perder tiempo preguntando en vano.

Revuelven cajones sin molestarse en cerrarlos de nuevo, tiran todo a su paso y no lo recogen, tratan a cada persona como si fuera un objeto más en la casa.

Una vecina de edad avanzada y que vive sola no genera sospecha. Y en lugar de atropellar cajones y buscar lo que saben no encontrarán, preguntan acerca de quienes habitan las otras casas. La mujer, que sabe vida y milagros de los demás, sería capaz de invitarles un refresco y sentarse a conversar con ellos, pero como no tienen tiempo, le dicen que es suficiente y se van.

Sólo uno de los vecinos se niega a dejarlos entrar cuando tocan a su puerta, argumentando que no tienen derecho a hacerlo sin una orden expresa. El jefe del comando no intenta convencerlo. Le da la razón, está en su derecho. Y sin decir más, ordena a los soldados que se retiren de esa casa y continúen con la de al lado.

Por culpa de ese vecino, queda incompleto el cateo de la manzana. Pero el día siguiente regresa el comando y planta en su puerta un pegote que muestra una única palabra: Sospechoso. Y la gente, que hasta ahora lo consideraba respetable porque jamás se ha metido con nadie, empieza a sospechar de él.

-Tan buena gente que se veía.

-¿No decía yo que se me hacían mucha casa y mucho carro para un trabajo tan mal pagado como el que tiene?

-Así es la gente mala, parece que no rompe un plato pero miren en lo que viene a parar.

-Y como vive solo, quién sabe qué cochinadas haga sin nadie que lo vea.

-Claro: los solos son los más mañosos.

-En un descuido y hasta maricón nos sale.

-De eso mejor ni hablar, no vaya a ser sicario y se desquite con nosotros.

La amabilidad termina. En la tienda le arrojan el cambio de su compra en el mostrador. En la calle, la gente que lo ve pasar en su caminata diaria no le regresa el saludo. Vecinas y vecinos voltean la cara hacia otro lado, para no verlo.

A los pocos días regresa el ejército expresamente a su casa y al hombre, atemorizado, no le queda más remedio que dejarlo pasar. Al entrar en la recámara, nota que su anillo de graduación y su reloj están sobre una cómoda. Después de mostrar la habitación del fondo a los soldados, de vuelta a la recámara, se da cuenta de que su anillo de graduación y su reloj han desaparecido.

Cuando el hombre va a reclamarles, un soldado esculca la cómoda y finge encontrar droga; otro que viene de la habitación del fondo trae dos armas e inventa que las acaba de encontrar. Y así, sin más, el único vecino que se atrevió a defender sus derechos, termina despojado de ellos.

Uno se entera de estos hechos y piensa: ojalá que esto no pasara de ser ficción. Pero por desgracia forma parte de la realidad. Sólo se omiten nombres.

 

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