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Cadenita de ilegalidad
Claudio Tapia
San Pedro Garza García.- Los recientes acontecimientos cuya violencia extrema tienen a nuestra sociedad atrapada en el estupor y la crispación, son eslabones –lamentablemente, no los últimos– de una larga cadena de ilegalidades garantizada por la impunidad. El Estado débil que hace tiempo dejó de gobernar, incapaz de cumplir y hacer que se cumpla la ley, y una sociedad inmersa en la cultura de la ilegalidad, contribuyeron a crear el caótico escenario de ruptura del pacto civilizatorio fundacional que permitía la convivencia en paz. La ineficacia del orden jurídico, sustituido por el belicoso afán de vendetta y castigo, evidencia la existencia de un Estado fallido.
Uno de nuestros graves problemas, quizá el central, es que no somos un Estado de Derecho en el que las leyes se cumplan. El incumplimiento generalizado de obligaciones, el intercambio de inacciones legales, los recíprocos chantajes para dejar sin castigo a los culpables, la oscura rendición de cuentas, la negligencia, la ineptitud, en suma, la corrupción nutrida por la impunidad, es nuestra normalidad cotidiana. Así vivimos –salvo excepciones, que las hay– los mexicanos.
Las más de nuestras tragedias, nacen de la inaplicación del derecho vigente. La generalizada tendencia a evadir la ley en vez de cumplirla, la ilegalidad convertida en rutina, la impunidad garantizada, recibe un nombre que nos infama a todos: corrupción, el cáncer que ha invadido a todo el tejido social.
Si tomamos como ejemplo, cualquiera de los recientes atentados sufridos por los ciudadanos en penales, universidades, estadios, cafés, antros, restaurantes, teatros, salones de juego o de recreo, podremos observar la cadena de actos ilegales que se sumaron para la obtención del resultado que nos escandalizó.
Una sucesiva relación de hechos causales, condujo, fatalmente, a un resultado imposible de eludir. El resultado es un macro delito, articulado, sustentado, por la suma de delitos menores que nadie impidió en su momento, menos sancionó. A la inexistencia de autoridad (causa) le sobreviene el acto delictivo impune (efecto). Y a la impunidad le sucede, con la misma fatalidad causal, la corrupción.
Se engarza la cadena: irregularidades en el registro de empresas que impiden saber quién o quiénes son los dueños y cuáles sus obligaciones; carencia del permiso para operar o el otorgamiento arbitrario, ilegal; abuso de recursos judiciales que permiten la operación del giro; aprovechamiento de los recovecos legales creados intencionalmente; deficiencias deliberadas de las autoridades para defender el caso, o el arbitrio judicial al resolver, lo mismo da; ubicación indebida del negocio en función del giro; instalaciones carentes de los mínimos exigidos en materia de seguridad e higiene; uso indebido de armas, materiales e instrumentos prohibidos; maquinaria y equipo introducido ilegalmente al país; uso de vehículos no registrados, robados pero en operación, estacionados en lugares prohibidos, con placas colgadas, sin pago de tenencia, sin tarjeta de circulación, con vidrios polarizados y varios eslabones más, amalgamados por la reincidencia, sin castigo, sin consecuencias. Una fuerte y pesada cadena difícil de romper. ¿Por dónde empezar?
Perdonando el simplismo, conviene recordar que según los contractualistas, en el acto social fundacional, firmamos un convenio conforme al cual, para no seguir matándonos unos a otros, nos comprometimos, todos, a no usar la fuerza de la que podemos disponer y a dotar, en cambio, a un ente supremo ―el Estado― del monopolio del uso de la fuerza. Así fue como el poder público quedó facultado para coaccionar y aplicar la fuerza cuando, por excepción, alguien incumple las leyes aprobadas por todos.
Pero, ¿qué pasa cuando el incumplimiento de la ley se generaliza entre todos los gobernados? ¿Qué pasa cuando nadie la respeta? Pues ocurre que el responsable de hacer que la ley se cumpla se ve rebasado, debilitado, porque su fuerza no le alcanza para actuar contra prácticamente todos los firmantes del pacto social que quedó violentado. Y, ¿qué pasa cuando el Estado desvía o abusa del poder? ¿Que pasa cuando el facultado para aplicar la fuerza se deslegitima porque deja de actuar conforme a derecho? Pues ocurre que ya nadie le hace caso. Manda pero no es obedecido. Así, mientras el Estado falla en su deber de cumplir y hacer que las leyes acordadas por todos se cumplan, aumenta entre los gobernados, debido a la impunidad, la falta de respeto a las reglas de convivencia más elementales. El Estado de Derecho desaparece. El Gobierno deja de gobernar. El contrato social se deroga y el intento de convivir en paz y armonía fracasa.
Entonces, ¿qué hacer? Pues eso, refundar las bases de convivencia social. Celebrar un nuevo contrato social suscrito por ciudadanos capaces de revertir, de someter a discusión el marco de creencias y valores que nos llevó al fracaso. Pero, para eso, habrá, primero que nada, que cambiar de raíz todo el sistema de representación que se ha convertido en una farsa. Porque no hay representación posible que pueda decidir lo que un ser humano libre desea hacer con su vida. Nadie mejor que yo, puede decidir lo que es bueno para mí. Esa parece ser la nueva divisa.
Esa nueva política de vida supone la emancipación de las condiciones de dominio jerárquico impuestas por la lógica del capital y el poder político ejercido a ultranza con el disfraz de democracia. También presupone la superación de formas de opresión arcaicas tales como las impuestas por la tradición y por el deseo de los que quieren que nada cambie y que todo siga igual porque así como están las cosas, les va muy bien.
No se trata ya del ingenuo intento de fortalecer al Estado para que pueda llevar a feliz término un sistema que ha dado muestras evidentes de agotamiento e inoperancia, sino de pensar, proponer y discutir las bases de un nuevo contrato social en el que el ser humano con sus afanes de justicia, libertad y felicidad, sea el centro de la vida social. Se debe dar el acuerdo de voluntades para refundar una sociedad basada en la cultura de la legalidad porque le parece que las leyes son justas y que, en consecuencia, deben obedecerse.
Este formidable esfuerzo se está empezando a dar. Es posible que estemos viviendo los albores de un momento de cambio. Los nuevos compromisos políticos empiezan a esbozarse en los recientes movimientos sociales de los indignados en el mundo y de los inspirados en Nuevo León. El camino es largo, pero parece que la marcha, finalmente, inició.
claudiotapia@prodigy.net.mx
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