EL CRISTALAZO
Sueño de sábado en la Alameda
Rafael Cardona
Ciudad de México.- Todos conocemos el mural de Diego Rivera en torno de un sueño dominical en la Alameda de la Ciudad de México. La materia de la ensoñación no es el costumbrismo popular ni únicamente la recreación alegórica de los momentos cruciales de la historia. El mural es una reflexión política, por eso en sus personajes están los fundadores, los constructores y los destructores.
Cortés, Díaz, Juárez, la presidencia corrompida; la ambición corruptora; Posada, Frida, Maximiliano, Vasconcelos, el inútil globo de Cantolla, los capirotes de la inquisición y la condena por un emborronado “Dios no existe”.
Aunque Rivera lo llamó sueño, a mí siempre me ha parecido más una visión. Un reflejo alucinado en el cual pueden convivir los héroes y los fantoches, los aspirantes y los críticos. Don Porfirio y don Nicolás Zúñiga y Miranda.
Y el sábado pasado, con algunos personajes de nuestro tiempo y en una versión mucho más pequeña en esa Alameda de reminiscencias imperiales donde no quedan rosaledas ni álamos macizos, se expresaron las primeras imágenes de algunos sueños políticos actuales. Fue una luminosa mañana de sábado en la avenida más entrañable de la capital.
A pie, desde el cercano Hotel Hilton de la Avenida Juárez, levantado en el mismo sitio donde Carlos Obregón Santacilia alzó el desaparecido Hotel del Prado, donde se instaló el mural riveriano, el aspirante priista, Enrique Peña Nieto, realizó con fines experimentales su primera incursión en territorio enemigo y recibió la primera confirmación plena de un partido político en favor de su candidatura presidencial.
Si hace apenas una semana Peña no había declarado nada en torno de sus aspiraciones (lo haría hasta esa criticada comparecencia en la TV), ocho días después ya tiene una candidatura lista para ser usada.
Jorge Emilio González, quien ha hecho en su vida dos discursos importantes (éste y aquel de la premonitoria ruptura con el Partido Acción Nacional en el primer informe de Vicente Fox, a quien acusó de traición e ineptitud ante la transición), declaró en nombre de su Consejo Político (sus empleados, pues) la convicción de los ecologistas en favor de Enrique Peña como el único candidato viable en la época contemporánea. O al menos su único candidato viable.
Antes de esto los antiguos perredistas del movimiento Nueva Izquierda (Arce y compañía) mudaron de siglas y se acogieron al grupo parlamentario del Verde en el senado de la República, lo cual los hizo automáticamente aliados del PRI. De ahí a ofrecerle su apoyo a Eruviel Ávila Villegas y servir de puente para la entrada de Enrique Peña Nieto a la ciudad de México, solamente hubo consecuencias automáticas.
Por eso el sábado el templete del V Informe del senador René Arce parecía una versión un tanto desdibujada del onírico mural de la Alameda. En todo caso ahí se incubaban otros sueños y otras ilusiones.
Pero la importancia del asunto no era ni el informe ni el destino de los nuevos aliados, ni la naturaleza de las adhesiones “programáticas”; como les llama René. No. Lo importante era saber cómo se comportaría la gente con Enrique Peña y más aún, ¿cómo se comportarían los dueños del poder político local ante el desafío ambulante de Peña sentado frente al Benemérito?
La primera reacción fue confiscar el espacio del monumento a la Revolución y llevar ahí al candidato oficial del marcelismo perredista: el secretario de Educación, Mario Delgado, con la musculosa exhibición de su programa “Un paso al frente por la educación”, el cual es en verdad un paso por el secretario de Educación, quien afirma contar con un millón y medio de firmas con lo cual estaría ya casi sentado en la jefatura del gobierno. Con 67.24% del padrón, Ebrard obtuvo 2 millones, 213 mil sufragios. Si Mario tiene más de la mitad firmado y comprometido, pues el arroz ya se habría cocido.
Ese fue el antídoto a la presencia del PRI, de Peña y de Beatriz Paredes en la Alameda, espacio al cual confinaron sin utilidad ninguna, el informe de Arce.
Pero si el capital del sucesor es de la magnitud ya dicha, la presencia de Peña no significó asunto menor para Ebrard, quien se sulfura y “cabrea” por la incursión peñista-ecologista-neoizquierdista en sus dominios y reaccionó como los toros de lidia cuando alguien les pisa el terreno: embestir contra el engaño, tirar “gañafonazos” y refugiarse en la querencia.
Su mejor respuesta al obvio respaldo de Peña hacia Beatriz Paredes fue retarlo a un debate sobre cómo gobernó cada quien la entidad bajo su mando en este sexenio, cuando a veces se les veía tan civilizados en el abordaje de asuntos metropolitanos.
Obviamente Peña haría un buen negocio si alguien quisiera comprarle todos los retos para debatir, pues en eso se parecen mucho Marcelo y Ernesto Cordero, más quienes en estos días se sumen al reto de hablar y hablar frente a los medios, quienes son a fin de cuenta los únicos beneficiados con supuestas confrontaciones de ideas y compromisos (simples recursos retóricos en duelo) cuya utilidad es simplemente deportiva.
Los debates llegarán cuando sean necesarios, dice la autoridad electoral, aunque a estas alturas no sepamos cuántas pulgadas tiene la verdadera autoridad electoral.
Los toros como pretexto
La fiesta de toros, cuyos sangrientos, ilógicos, anacrónicos y desvirtuados componentes no son materia de este comentario (si bien lo pueden ser de otros) ha sido utilizada para dirimir un añejo pleito de regionalismo peninsular entre Cataluña y España.
Y lo separo así en el nombre de una vieja definición de mis amigos catalanes: Cataluña es una nación con identidad, cultura e idioma propios, ubicada en la Península Ibérica.
En esta condiciones la clausura inminente de la Plaza Monumental (Las Arenas había sido olvidada desde tiempo atrás) no puede ser vista como el triunfo de la piedad hacia los animales (mucho necesitan los irracionales de ella) sino como la salida oportunista de un separatismo cuya finalidad es abatir paso a paso todos los símbolos del dominio español (sobre todo en lo económico) en Cataluña. Una puerilidad.
No entraré en esos líos de la identidad catalana ni en la honda raíz del anarquismo. Para eso ya tuvieron bastante entre 1936 y 1939 y ni soy experto historiador ni mucho menos cronista tardío de la Guerra Civil. Pero a quien le interese le recomiendo la lectura de George Orwell y su Diario de Cataluña. Él sí estuvo ahí.
Entre otros muchos defectos personales yo he sido aficionado taurino. He sido integrante de la Comisión Taurina del DF y he colaborado hasta en procesos legislativos para la elaboración del reglamento.
Este es un problema político; no humanitario, si el humanitarismo tiene como un componente indispensable el cuidado de los animales. Pero la crueldad invocada hacia los toros de lidia no es la única en el planeta. Los ecologistas y los “verdes” utilizan al cornúpeta como escudo para perforar la frágil unidad de una España cuya vocación es vivir dividida y encontrada en los regionalismos o aquellos “cuatro ríos de sangre” descritos por el poeta.
Algunos niegan la validez cultural de la fiesta taurina. Y lo hacen por ignorancia.
En México se ha dicho hasta la saciedad (saciedad equivocada): los toros son una imposición de los conquistadores y por tanto eliminarlos sería una reivindicación. Y es cierto, también la religión, el idioma, el ayuntamiento, la imprenta, los números arábigos y el alfabeto grecolatino, son una imposición de la conquista. A todo eso junto se le llama cultura.
En estas tierras los conquistadores primero hicieron corridas de toros y después descubrieron a la Virgen de Guadalupe. Así de profunda es la raíz.
Sin embargo ni la religión, ni el culto mariano, ni el idioma lleno de aguacates, papalotes, escuincles, cuates y demás, son iguales. Los mexicanos de los siglos pasados lograron sinergizar las expresiones peninsulares. Y con los toros ocurrió lo mismo.
En México y en España se torea y se siente distinto el toreo. No sólo por las diferencias genéticas del ganado sino por la particular expresión de los toreros y los públicos mexicanos y españoles. También se habla distinto, se hace diferente la paella y hasta se reza de otra manera.
Pero si volvemos a Barcelona, el caso se entiende mejor explicado por el director de La vanguardia, José Antich, como un extremo político y un atropello a la libertad a los cuales no se debió llegar. Ahí podremos encontrar algunos elementos para comprender el caso.
“¿Se hubiera tenido que llegar a este extremo? Desde que la iniciativa legislativa popular (ILP) llegó al Parlament, siempre he creído que no. Al menos por dos motivos: era un atentado contra la libertad de quien quería acudir al espectáculo, y los discursos sobre el sufrimiento del animal los he considerado bastante demagógicos.
“En las últimas cuatro décadas no he ido a una corrida de toros y tampoco he pisado nunca la Monumental, pero no había que ser un lince para saber que en Catalunya la afición está en un claro declive y que toros y toreros ya no son un reclamo para llenar la plaza, ni con cientos de turistas”.
Por cierto, en ninguna plaza del mundo he visto espectadores tan entusiasmados por una lidia no realizada como una veintena de japoneses con los cuales compartí el tendido de La Monumental, quienes gritaban como poseídos por una incomprensible emoción ante lo desconocido (todos con gafas y cámara fotográfica) cuando el resto del cónclave pedía la devolución de un toro demasiado escurrido y sentían casi un triunfo personal el regreso del novillote a los toriles. En fin…
Hace unos días un reportero de quién sabe cuál estación de radio me llamó y me pidió mi opinión sobre el veto taurino en Cataluña.
Me preguntó si en mi opinión los toros se podrían acabar también en México. Con toda sinceridad le dije, claro, si ya de eso se ha encargado la empresa dirigida por Rafael Herrerías, cuya plaza vacía es muestra evidente del desinterés cada vez mayor por una agónica tradición.
¿Desea dar su opinión?
|