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NUNCA VI A NADIE
Aureo Salas
No sabía el significado de estar ausente hasta que comenzó el problema. Siempre pensé ser una mujer normal, casada y con tres tremendos hijos, un marido que me avienta todos los problemas de la casa y una familia que estaba, cuando le convenía, a mi lado. El trabajo era bueno, pero cansado y monótono, seis días a la semana me sentaba en un cubículo de atención al cliente de una distribuidora de Telcel, contestando teléfonos, transfiriendo llamadas y hablando con desconocidos la mayor parte del tiempo. No era mi fuerte, pero no podía negar que ganaba el dinero suficiente para evitar depender de mi marido. Aun así, mi vida era como un embudo que me tragaba poco a poco, pues conforme pasaba el tiempo, lo que me rodeaba me apretaba cada vez más y más… hasta sentirme asfixiada.
Un día, no recuerdo cual, comenzó a desaparecer la gente… esa gente que te rodea y sólo es como escenografía en tu vida, la que ves en la calle, la que hace fila contigo en la caja de la tienda de autoservicio, la que te rodea en la sala del cine, esa gente se evaporó, ni un alma, ni un ruido, todo en paz. Al principio me asusté, pero aprendí a vivir en la armonía del silencio.
Mi familia cada día se volvía más distante, mis hijos rara vez me hacían caso, veían la tele a todo volumen o se encerraban en sus cuartos para evitarme. Mi esposo me regañaba todos los días por cosas cada vez más insignificantes y me evadía todo el tiempo. Pero yo estaba feliz en mi reino de serenidad, donde sólo se escuchaban las hojas de los árboles, el viento paseando por las calles y el aleteo de algunos pájaros traviesos.
Tiempo después dejé de ver a la gente cercana, los vecinos importantes y a la parentela de la que te desligas porque has hecho tu vida y tienes familia que atender, mi universo se expandía y sentía el alivio de la libertad cada vez que me asomaba por la ventana y respiraba aquel aire repleto de nada.
Un día mi esposo, fastidiado, me llevó al hospital en el carro de la empresa para la que ahora trabajaba (nunca tuvimos un auto propio y él nunca tuvo un trabajo estable). La ciudad era un paraíso, no había autos, ni camiones, sin gente atestando las calles, las tiendas vacías, las avenidas solas, sin ruido, sin voces, sin truenos, ni estampidas… todo estaba quieto… todo era un lugar muerto y agradable, pues nunca vi nada ni a nadie.
En el hospital me hicieron estudios, me metieron en máquinas, fue algo extraño, porque no había nadie ahí e hice todo por mi cuenta, como guiada por unas voces internas que me decían lo que tenía que hacer. Arrastrada por fantasmas que hacían eco en mi mente y jalaban de mis brazos.
—El doctor te recetó estas pastillas —dijo mi esposo una semana después de visitar el hospital y mientras me daba un frasco color café.
—Estoy bien —le contesté—, no seas así…
—¡Mírate en el espejo! —reprochó alterando su voz, me gustaba mucho, pero no cuando gritaba sin sentido alguno—. ¡Mira cómo te ves! Siempre estás ausente… no te puedo quitar de la ventana… los niños dicen que no hablas con ellos…
—Que estoy bien… tú eres el que no escucha…
Esa noche dejé de ver a mi familia, desaparecieron.
Tuve varios días muy tranquilos, las calles desiertas eran vida, el sosiego y la calma podían tocarse en el aire, el silencio y la tranquilidad se podían oler.
Y ahora estoy en el baño de la casa, me acabo de bañar y me miro al espejo, ayer me tomé una de las pastillas que me dio el doctor y el antiguo movimiento de las cosas apareció ante mis ojos, emergió mi familia como fantasmas reintegrados, luego los vecinos, los autos y la gente de la calle. El ruido y el agobio llegaron junto con la masa abominable del gentío.
Pero eso terminará pronto, lo sé, acabo de vaciar el frasco de pastillas en la taza del baño y bajé la palanca con aturdida alegría.
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