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CRÓNICA CURSI
PARA ENAMORADOS
Guillermo Berrones
En la cofradía de los que ahuyentan las penas bebiendo, so pretexto de olvidar, Iván empina el codo masticando en silencio su amargura. Si se es viejo, un halo de compasión y ridiculez envuelve la escena. La ternura es una adulación desmedida que se cierra en un cuarteto de palabras consoladoras: ¡no vale la pena! Si se es joven, la pendejez está lanzada en certeros dardos que los amigos envían a cada quiebre emocional y el llanto abotaga los párpados porque un hombre no llora nunca. Y por una mujer, menos. Pero Iván llora con todo y sus cuarenta y ocho años encima. Tiene crisis el hombre. Descubrió que su corazón todavía responde a los estímulos del amor y del deseo. Resurge en él la gimnasia de la seducción con resultados olímpicos. De pronto han florecido las palabras melosas y la seducción es un ramo de frases que en su criterio de adulto empezaban a ser estúpidamente ridículas. Un beso atrevido en el coche, bajo la sombra de una jacaranda iluminada por la luna, lo rescató de la modorra que genera la rutina casera y el trabajo y los compromisos familiares que van enfriando la llamita libidinosa del asombro y la admiración por la pareja que acompaña bajo el título de hasta que la muerte los separe.
Iván descubrió que sigue siendo joven a pesar de su calvicie marcada, de los mechones de canas que se yerguen como enredaderas sobre los bordes de sus orejas. Un beso y el vaho húmedo y tibio alborotaron los receptores sensitivos de su cuello y se ve al espejo, en calzones, para constatar que sus piernas siguen fuertes aunque las rodillas duelan un poco. Endurece los bíceps y se prueba a sí mismo soportando la tensión veintitrés segundos para luego dejar que cuelguen reposadamente sin preocupación y ocultos bajo la manga de su camisa. El cuerpo exquisito de una mujer treinta años menor lo ha puesto en el carril de los triunfadores ante sus amigos y ahora presume su virilidad mientras los cuates hablan ironías del Viagra y los trabajos más sofisticados para alcanzar el placer. Yo no necesito ni Taurina, se le llegó a escuchar presuntuoso. El péndulo que me heredó mi padre en la entrepierna me ha salido muy bueno, dijo alguna vez jactándose mientras daba un sorbo al tequila que tanto le gusta.
Recobró las manías y las locuras de adolescente. Colgó en un puente peatonal una manta con el nombre de su amante sabiendo que por ahí pasaba todos los días y no tuvo empacho en escribir orgulloso: “Mariana, TE AMO” firmando con sus iniciales: IME. Le llevó serenata y los ramos de flores fueron halagos agradecidos a su renovación vital. En ese romance perdió la poca cordura que los años habían cimentado con tanta madurez y propiedad hasta que llegó Mariana de noche en un alarde de admiración por aquel hombre apuesto en su madurez, con prestigio y con solvencia económica. Mariana buscó diversión y la encontró. Pero igual se agotó el juego. Los jóvenes tienden al aburrimiento tan fácilmente, tanto que Iván no pudo sostener el ritmo demandante de Mariana y acabó por naufragar. Estas historias tan repetitivas tienen siempre el mismo guión y son fácilmente predecibles en su final y en su planteamiento con ligeras variantes. Iván sintió ser la excepción. Lo pensó. Hasta que Mariana decidió irse pidiéndole que la dejara en paz, que ya se había aburrido, que no lo entendía en sus discursos anacrónicos sobre el amor ni en sus cartitas estúpidas. Le regresó un libro de poemas dedicado por un poeta urbano de la literatura local y se bajó del coche, el mismo en el que le permitió a Iván besarla una noche bajo la sombra de una jacaranda iluminada por la luna de junio. Y se fue. Iván se quedó pasmado y se le vio por unos días perdido en otros bares donde no lo encontraran sus amigos. Como todo abandonado le perdió sentido al trabajo y le importó un pito todo, así se lo dijo al cantinero que lo vio por última vez ebrio y repitiendo hasta el cansancio las canciones de José Alfredo Jiménez en la radiola del bar.
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