Sensaciones de agonía, IX Tomás Corona Rodríguez
No supo cómo ni cuándo había perdido la última pizca de dignidad que le quedaba y hasta ese momento tampoco recordaba un rasgo de afecto que alguien le hubiera prodigado alguna vez. En aquel barrio bravo se aprendía pronto que el amor no existe y que la vida era sinónimo de violencia y “chingadazos”. Sin pensarlo mucho, se introdujo derechito en el infierno de las adicciones y por su corpulencia, a los diecisiete años se había convertido en gorila, en matón, en brazo ejecutor, en mandamás, en uno de los sujetos más buscados… A los veintiuno, tenía en su haber dinero suficiente para vivir como rey, que para nada le servía ahora que estaba allí, colgado de aquel garfio, como piñata hecha jirones… ¿Cuándo fue que decidió entrarle al negocio más productivo del mundo? Un batazo de aluminio (era mejor de aluminio porque con la fuerza aplicada los de madera tendían a romperse) fracturó sus pensamientos y le molió los tarsos y metatarsos del pie izquierdo… ¿Cómo gritar, con aquel endemoniado bozal puesto en la boca? Un sordo quejido dejó correr, incandescentes, dos lágrimas de rabia y amargura. ¿Cómo pudo separarse de aquella familia que tanto lo adoraba? El segundo batazo le partió en dos la tibia y el peroné de la pierna izquierda y sus gratos recuerdos. Recordó a sus tres hijos, seguro habían crecido tanto que ya no los reconocería. Decían que pocos de los que andan en “la maña” rebasan los cuarenta, qué razón tenían, él apenas cumpliría 36 y pensaba hacer un “pachangón” con música norteña. Se le cebó. El tercer batazo le hizo añicos la rótula, el fémur de la rodilla izquierda y sus planes de fiesta. Continuó el alevoso y cobarde procedimiento de aquel despiadado e impasible verdugo que de tanto machacar se había vuelto un experto. En aquel festín de huesos rotos, molió palmo a palmo su otra pierna mientras él se empeñaba en recordar todo lo que había vivido, lo que había ganado, lo que había perdido. Su humilde casa en aquel pauperizado barrio, los consejos de su madre, ¿qué habrá sido de ella? Los batazos siguieron, perniciosamente hilados a las remembranzas de aquel pobre infeliz. La pelvis, más dura que el cemento se seccionó en tres, metacarpos, carpos, radios, cúbitos, húmeros, de ambos brazos, fueron tronchados. Su vida extrema, sus excesos, su sangre fría para matar, sentir la sensación de estar en constante peligro, con la vida pendiendo de un hilo, le fascinaba, ¡pero no quería acabar así! Omóplatos, clavículas, vértebras lumbares; su esqueleto entero iba siendo resquebrajado con saña inaudita y a cada golpe maestro, a cada espantoso crujido de metal y huesos, se iba desvaneciendo su esperanza de vivir. ¡Maldita sea!, él seguía empeñado en la nostalgia de un pasado que no volvería jamás. Su adicción a estupefacientes cada vez más tóxicos, el dinero a manos llenas, las innumerables mujeres, los autos de lujo, las mansiones… Los brutales batazos habían rebasado ya las vértebras torácicas de la columna vertebral, indigno espectáculo el de aquella estructura ósea vilmente masacrada, junto con los sueños de grandeza de un sujeto que eligió esa terrible forma de vivir. Pero su cabeza permanecía intacta. Hacía horas que no sentía ningún dolor, ¿de qué la habían servido tanto dinero y tanto poder? Ya nada importaba ¿En qué momento pierde un hombre la dignidad? No lo recordaba, ni lo recordaría. Los corpulentos brazos del verdugo se elevaron, junto con aquel aterrador bate de aluminio, dispuesto a asestar el último golpe, que bien podría ser en las vértebras cervicales o en el hueso frontal o parietal del cráneo. Luego el ritual de tirar el cuerpo, en una bolsa negra, a la orilla de cualquier carretera. Ya los amarillistas noticiarios y la prensa alarmista se pelearían la nota acerca de un sujeto cruelmente masacrado. Eso, una nota póstuma, con imagen y todo, en un diario tercermundista o una mención Post Mortem de un NN en un noticiero de tercera categoría, es lo que vale la vida de un hombre, en este tiempo de insoportable violencia.
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