El piano de Chris
Miguel Velasco Lazcano
Sir Elton John, quien tocará el próximo 3 de abril en la zona arqueológica de Chichén Itzá, México, solicitó que su finísimo piano de cola larga fuese resguardado a su traslado y vigilado las veinticuatro horas por cámaras de seguridad. Tal vez el músico leerá mucho sobre nuestro país o quizá, al contrario, piensa en un México imaginario que se construyó de dos párrafos mencionados en el noticiario estelar de la BBC hasta alucinar que alguien estaría interesado en robarle su pesado instrumento, difícil de trasladar, complicado de vender, pero sobre todo, poco apreciado para ejecutar en un mundo de Guitar Heroes.
Si bien he estado en casas donde la suerte les ha dado todo y hasta un piano de cola larga de blanquísimas teclas y brillantes bemoles negros, en estos hogares el piano pasa a ser generalmente un lujoso ornamento donde se toca alguna pieza clásica mal aprendida por un hijo educado a la “europea” o los famosos changuitos que aporrea algún neófito alcoholizado en una fiesta. En otras casas, las menos, donde hay un ejecutante serio o algún músico profesional, existe un piano de pared con hermosas teclas desgastadas con una partitura mil veces tocada y que, hasta no alcanzar un sonido brillante y fluido, se practicará y se practicará.
Pero de un piano ya sea finísimo y larguísimo como el de Sir Elton John o con una caja acústica pequeña como el de los verdaderos amantes de su ejecución, lo que debe surgir es una emoción. La magia del sonido trasladando por el aire las ondas sonoras que entran por el oído y llegan hasta el alma, ese sitio sin forma donde pocas, pero algunas veces, suceden los milagros que hacen de la vida un tiempo y espacio que uno desea vivir.
Cuando asisto a un concierto nunca estoy esperando sorprenderme con un despliegue de luces multicolor, inmensas pantallas y un staff de músicos tan numeroso como una filarmónica, porque sencillamente a mí no me sorprende nada de eso. Para mí las luces ocultan y las pantallas distraen. Cuando camino hacia un recinto donde se conglomeran miles de almas lo que voy mirando es la gente, los demás asistentes que al igual que yo van motivados por la música a un encuentro donde, si sobre el escenario hay músicos, entonces podrá haber magia.
Y así fue. La noche del sábado 6 de marzo de 2010, a partir de las 10:24 p.m., no fue un despliegue de parafernalia lo que me trasladó a un estado en el que me encantaría permanecer detenido, ni hubo necesidad de tener de fondo la pirámide de Kukulcán, sólo bastó un cuarteto de británicos, 55 mil asistentes y las ganas manifestadas en altísimos decibles lanzados a la esperanza de lo infinito, que seguramente llegaron a los oídos de un Dios necesitado de saber que el ser humano aún se puede conjuntar en armonía para Vivir la Vida.
Justo mi canción preferida del compilado ¡Viva la Vida!, fue la elección de Coldplay para abrir el recital: “Violet Hill”. Una canción con reminiscencias del rock inglés clásico que si bien sigue siendo un fino pop de inmediato hizo estallar a los que estábamos ahí presentes. Ninguna decepción hubo desde el primer riff de Jon Buckland que, siempre ecuánime sin mostrar sobrada emoción, dejaba caer la plumilla por las cuerdas como caen elegantes las golondrinas por un acantilado retando al aire. Y qué decir del mesurado pero apasionado Will Champion, que eligiendo siempre la baqueta adecuada golpeaba con sus fuertes y pesados brazos sobre la batería como intentando llegar al golpe cien mil con mayor maestría que el noventa y nueve mil y así sucesivamente en cada nuevo golpe. Como siempre, el más oscuro pero caminante del escenario, Guy Berryman, trasladaba su bajo señalando con el mango a los asistentes haciendo de su pulgar la condena romana que aprueba con decisión el bit de Will y conjunta la magia inglesa.
Sí, como buenos británicos estos tres son serios, dedicados sobre el escenario a la música y dejando el espacio entero al carisma de Chris Martin, el afamado vocalista que enseguida de “Violet Hill” se sentó al piano para comenzar a ejecutar el multifamoso arpegio introductorio de “Clocks”, dejando en claro que si bien sabe hacer lo suyo con la guitarra armónica, él es del piano.
“In my place” fue la tercera elección que estableció los prometidos cambios que la banda anunció para el cierre de su gira mundial ¡Viva la Vida! en México, ejecutando un nuevo set list, diferente al que habían dado en otras partes del orbe.
“Fix you” llegó a nuestros oídos y de ahí en adelante la noche se hizo fantástica. Los que estábamos en la pista nos arremolinábamos complacidos, los que estaban en medio colaboraban aplaudiendo y los que estaban en las gradas iluminaban con la constelación de celulares que Chris pedía encender en un muy buen español, el mismo que habló durante todo el concierto menos pocho que algunos mexicanos de spanglish: “Siento que tengo que decir que mi español es fucking terrible. Estamos muy felices de estar aquí. Esta canción es para Frida Kahlo”.
Y si ¡Viva la Vida!, es un cuadro de la pintora mexicana Frida Kahlo que dio pie al nombre del disco y gira de Coldplay, “The hardest part” debió complacer a la pintora cuando Chris se la cantó en su honor con esas notas que salen hermosas de su viejo y extraño piano de pared que deambuló por todo el escenario para entregarse a los que estábamos ahí, colocándose a un metro de nosotros para ejecutarlo.
Pero la energía cuando se ve estimulada por las ganas puede llegar a alturas donde uno comienza a sentir el cielo. Así vino “Yellow”, un momento donde la parafernalia y la música crearon un concilio donde ningún deseo hacía falta. En ese momento, donde las 55 mil almas y los cuatro británicos hicimos llegar un canto unánime de miles de motivos, como desearían las maestras de la primaria se oyera el Himno Nacional en las ceremonias de los lunes. Inmensas pelotas amarillas caían del cielo y ráfagas de luz cruzaban por las caras iluminando hasta el alma. El piano esperaba para otras interpretaciones y volvían los riffs de Jon y los baquetazos de Will y el marcado bajo en esa canción de Guy aligeraba todo lo malo olvidado con su dedo cayendo pesado una y otra vez en las cuerdas; el amarillo entonces se convirtió en un color del amor, de la noche donde yo dejé salir mil demonios cantando hasta quedar afónico.
Para entonces había alcanzado un éxtasis que me tenía entre la fantasía y la realidad, quizás fue en ¡Viva la Vida!, luego de unos fuegos artificiales, que comencé a mirar como caían del cielo miles de mariposas multicolor que ligeras flotaban en el aire sin parecer que cayeran, como si en verdad estuvieran tan vivas como los que estábamos ahí enterándonos que la vida no es sólo malas noticias sino que también está su lado amable, ese donde del cielo caen lentamente papeles verdes, rosas y naranjas fosforescentes, algo que hizo gritar una y cien veces a todo el que estaba allí: ¡Oo oooh, oo oooh, oo oooh! ¡Oo oooh, oo oooh, oo oooh! Un canto simple que entonces exaltó las emociones que brincaban, alzaban el puño y agitaban las manos en el aire, hacían palmas como sólo se hacen cuando se aplaude a la vida, como se hace cuando en cada golpe se logra un eco que cruza las paredes que regresan los cantos y los aplausos porque no pueden detenerlos ni con sus miles de toneladas de concreto: Never an honest word / but that was when I ruled the world / ¡Oo oooh, oo oooh, oo oooh! ¡Oo oooh, oo oooh, oo oooh! ¡Oo oooh, oo oooh, oo oooh! ¡Oo oooh, oo oooh, oo oooh!...
La noche cerraba con un tímido “otra, otra, otra…”, y seguramente era tímido porque ¿qué más se puede pedir después de la entrega de Coldplay a los mexicanos? Pero ningún concierto acaba sin esa otra, así que luego de una más del set de ¡Viva la Vida! llegó el final con “The scientist”, un final quizás lógico y tal vez esperado que dio cierre a más de dos horas de música donde desde el inicio hasta el fin no hubo sólo un concierto con buenos músicos y un buen público, sino una magia que pocas, pero algunas veces sucede dejándonos vivir el milagro de la música salida de los Coldplay y el viejo piano del músico y activista Chris Martin.
¡Gracias, Coldplay, de verdad, muchas gracias cabrones!
mvelasco@cablevision.net.mx
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