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SOBERANÍA POPULAR
Y SUPREMACÍA
DE LA CONSTITUCIÓN*
Arnaldo Córdova
Esos conceptos, soberanía popular y supremacía de la Constitución, son categorías que se les atragantan a nuestros juristas, a nuestros jueces y, también, a nuestros legisladores. Por lo común, razonan como si fueran principios ajenos el uno al otro y casi nunca logran establecer una relación de origen entre ellos. Son, pues, conceptos que funcionan cada uno en su propia esfera. En la historia del pensamiento jurídico y político, en realidad, se trata de dos puntos de vista contrapuestos y enemigos. Se trata del postulado de Rousseau, el gran pensador ginebrino, que consistía en que el pueblo decide qué leyes se da, y de Kant, el gran filósofo alemán, que sostenía que la ley es soberana porque es un dictado de la razón y en su elaboración no tiene nada que ver el voto del pueblo.
Casi todas las constituciones en el mundo dan la razón a Rousseau, pues estipulan que derivan de la voluntad del pueblo y que ésta es la norma suprema. Nuestra Carta Magna admite ambos principios, el de la soberanía popular, que llama soberanía nacional, en su artículo 39, y el de la supremacía de la Constitución y sus leyes en su artículo 133. La voluntad del pueblo es el origen ineliminable de todas sus instituciones, comprendidas sus leyes. La supremacía constitucional deriva también de ese principio fundador, pues es la voluntad popular la que determina que la ley suprema es la Constitución, sus leyes y los tratados internacionales que signa su gobierno y refrenda el Senado.
Junto con ello, hay otro problema que, en particular a nuestros jueces, resulta difícil de digerir. La relación que existe entre el Constituyente, creador original de la Constitución en representación del pueblo, y lo que el maestro Felipe Tena Ramírez llamó Constituyente permanente y otro gran maestro, Mario de la Cueva, prefirió denominar, más apropiadamente, poder revisor de la Constitución. Cuál de esos dos poderes tiene más peso o si son iguales es un falso predicamento. En materia electoral, nuestra Suprema Corte de Justicia se ha sacado de la manga una novísima interpretación que determina, ni más ni menos, que el Constituyente original es plenamente soberano, mientras que el revisor no. El ministro Góngora Pimentel llegó a decir que era “inaceptable” que el “órgano” reformador tuviera poder “ilimitado” para modificar la Carta Magna (al parecer, el ilustre ministro ha cambiado ya de opinión y esto es loable).
Nuestra Constitución, en otras palabras, puede ser modificada, pero de a poquito. De aceptarse eso, se estaría postulando que el revisor es un inferior y sus modificaciones no tendrían la misma fuerza que las del primero y, si ese fuera el caso, entonces el único imperativo válido sería el original, lo que sería ilógico, porque entonces, de ser válido sólo lo que determinó el Constituyente original, no se entendería cómo es que la Constitución ha sido ya modificada y adicionada innumerables veces. Muchas decisiones del original ya no existen.
El artículo 135 admite, en efecto, sin límite ninguno, que todo su articulado puede ser modificado. Y establece el procedimiento: el cambio lo debe aceptar una mayoría calificada de dos terceras partes de los miembros presentes de las dos cámaras del Congreso de la Unión y ser ratificado por la mitad más una de las legislaturas de los estados. No dice absolutamente nada más. Por lo demás, pueden verse en su letra todos los artículos de la Carta Magna y podrá constatarse que ninguno establece que no puede ser modificado o adicionado.
Si se quiere hablar de proceso o procedimiento legislador está todo contenido en ese artículo y no se puede invocar ningún otro principio o ley y ni siquiera, hay que advertirlo, el artículo 72 constitucional, que está dedicado tan sólo a la elaboración de leyes derivadas (excepto, acaso, por el hecho de que una cámara actúa como receptora y la otra como revisora de las iniciativas). Lo que no resulta por ningún lado es que las determinaciones de ese poder revisor sean inferiores a las del Constituyente original. Si así fuera, una gran parte de la Constitución, en su texto actual, sería espuria.
En sus resoluciones en materia electoral que la Corte produjo durante 2008 y, en especial, la que se contiene en la que tocó al amparo en revisión 525/2008, se planteó un falso dilema sobre el que recayó una decisión que viola abiertamente todos los principios constitucionales. En primer lugar, fue muy extraño plantearse si en la Ley de Amparo existía una norma que prohibiese la procedencia del juicio de amparo en contra de una reforma constitucional cuando los señores ministros sabían de antemano que no hay tal norma. Luego, decidir sobre la naturaleza del poder revisor de la Constitución resultaba igualmente bizarro, porque no es concebible que se pueda uno amparar en contra de instituciones constitucionales, pues son ellas las que garantizan todos los derechos de todos los mexicanos. No se puede uno amparar contra lo que lo ampara.
Pensar, igualmente, que el poder revisor no se identifica con el original significa descalificarlo como una institución inferior a aquél, lo que sería aberrante, pues, así como no se puede ir contra la soberanía del original, tampoco es dable poner en duda la soberanía del revisor, siendo ambos la expresión de la voluntad popular, vale decir, de la soberanía del pueblo. Fuera de lo que postulan nuestros jueces supremos, el poder revisor es igualmente soberano que el original, pues de otra forma no estaría autorizado a reformar la Carta Magna.
En su resolución citada, admiten que dicho poder revisor “puede ser considerado como una autoridad emisora de actos potencialmente violatorios de garantías individuales”. ¿Cómo puede ser violatorio de garantías un acto de un poder que expresa la voluntad del pueblo soberano? En el Congreso está representado, formalmente, el pueblo en todas sus manifestaciones políticas. Que nuestros jueces supremos se planteen eso es sólo indicativo de una voluntad soterrada de subvertir nuestro orden constitucional, anulando de un plumazo el principio de la soberanía popular.
Parecen pensar que, como no está prohibido expresamente, entonces se puede suponer que se da el amparo en contra de resoluciones del poder revisor. Hay sólo un problema: ese principio no opera en materia constitucional, porque en la Carta Magna se fundan nuestras instituciones, incluidas las leyes, y lo que ella no establece no se puede dar por permitido, aunque en las leyes secundarias se pueda encontrar algo parecido, pues aquí la analogía no opera.
A Javier Wimer, cuya ilustración y don de gentes nos harán falta a todos
* La Jornada, 7 de junio de 2009
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