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NO HAY LOCO
QUE COMA LUMBRE*
Jean Meyer**
La destrucción de Hiroshima y Nagasaki marca la cumbre del ascenso a los extremos señalado por Clausewitz en su tratado De la guerra, la aplicación brutal del principio de aniquilamiento del adversario interpretado en el sentido más concreto: fulminación de la población civil de dos ciudades situadas en el territorio del enemigo. Algunos piensan que eso no volverá a pasar porque, en su horror mismo, el uso de las armas nucleares se ha vuelto imposible.
Estos analistas consideran que la famosa fórmula de Clausewitz, “La guerra no es más que la continuación de la política por otros medios”, deja de funcionar cuando interviene la bomba atómica.
Dicho de manera coloquial, “no hay loco que coma lumbre”, y eso quedaría comprobado por el hecho de que nadie ha vuelto a utilizar el arma letal, ni los estadounidenses en Corea o Vietnam, ni los soviéticos en ningún momento de la guerra fría.
Tan seguro estaba Stalin de que Truman no iba a emplearla que no dudó en bloquear Berlín y apoyar a Kim Il Jong y Mao en la guerra de Corea. Por lo tanto, no habría por qué preocuparse de la bomba del hijo de Kim, y de su nieto que acaba de ser nombrado príncipe heredero de la dinastía, tampoco de la bomba iraní que no tardará en salir del mundo virtual. Si les digo que no hay loco que coma lumbre…
¡Ojalá y sea cierto! Pero ¿quién sabe? La verdad, no sé qué pensar sobre un tema que parecía archivado en las gavetas de las teorías. La destrucción de ciudades, por ejemplo, la de Seúl, capital de Corea del Sur, o alguna ciudad japonesa que los misiles de Kim Jong-il pueden alcanzar, el exterminio de multitudes civiles, ¿pueden considerarse como un medio, comparable a cualquier otro, para conseguir los fines que se proponen un déspota y sus generales?
Evidentemente que no y, por lo mismo, algunos piensan que ni Kim el segundo ni Kim tercero ni el presidente iraní Ahmadineyad usarán su bomba. Están jugando póker: ¡elemental, mi querido Watson.
Pues la amenaza de la guerra, incluso la amenaza de la guerra nuclear, no ha desaparecido; efectivamente, después de 1945 y durante muchos años imperó el espíritu de moderación que había nacido de los excesos de la Segunda Guerra Mundial y de la conciencia del excesivo potencial de destrucción. La crisis de los cohetes en Cuba, en 1962, fue la mejor demostración de que ni Kennedy ni Jrushchov comían lumbre; tampoco eran locos.
No conocemos el estado mental de Kim Jong-il ni de sus generales y es inútil especular sobre el tema, porque Corea del Norte sigue siendo uno de los países más desconocidos, el país más desconocido del mundo.
Sin embargo, los “especialistas” se atreven a decir que los desafíos que lanza a la ONU, a Estados Unidos, a Japón no pasan de la gesticulación política, son una amenaza que no se ejecutará, que se repite la situación de hace algunos años: de nuevo el Norte, si bien pretende que no volverá jamás a sentarse en la mesa de negociaciones y que está roto el armisticio de 1953 (lo que significa que teóricamente está de nuevo en guerra con el Sur, con Estados Unidos y los países de la ONU que participaron a la guerra de Corea), presionaría para llegar en mejores condiciones a la famosa mesa con Estados Unidos, Japón, China, Rusia y Corea del Sur.
Otros piensan que el estado de salud de Kim Jong-il precipitó una crisis de sucesión y que el monarca, para ganar el apoyo de los generales al príncipe heredero, su hijo menor, les da la satisfacción nuclear y balística. Puede ser, pero cualquier siquiatra sabe que hay locos que comen lumbre. Jugar con el fuego es algo bastante común, tanto en la vida de los individuos como en el escenario internacional. El fuego nuclear no es cualquier fuego.
¿Entonces? Las grandes potencias y la ONU no saben qué hacer. Todas condenaron la explosión atómica y desaprueban los lanzamientos de misiles y las amenazas contra Corea del Sur y Japón, pero aquéllas son declaraciones platónicas que acabarán de convencer a varios personajes dotados del arma nuclear o a punto de obtenerla, que no corren ningún riesgo. Cuando Francia e Inglaterra declararon la guerra a Hitler, en septiembre de 1939, porque atacaba Polonia, aquél se sintió engañado: estaba convencido de que estos países que, cada vez, desde 1936, lo habían dejado avanzar iban a ceder una vez más. ¿Qué piensa hoy Kim? ¿Y Ahmadineyad?
* El Universal, 7 de junio de 2009
** Profesor investigador del CIDE
jean.meyer@cide.edu
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