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DETRÁS DEL VOTO*
Francisco Valdés Ugalde**
Detrás de cada voto hay un ciudadano que expresa una preferencia por quién debe gobernarnos. Podemos elegir dentro del menú que se nos ofrece pero no podemos cambiar fácilmente de menú. He ahí el problema. La pregunta entonces no es votar o no votar por “más de lo mismo”, sino saber cómo canalizar el hartazgo para cambiar la oferta política. Por desgracia, no hay una relación directa entre votar, no votar o anular el voto y conseguir que cambie dicha oferta.
Ciertamente, el sistema político podría conmoverse si una inmensa mayoría de los electores decidiera no concurrir a las urnas. La abstención masiva puede ser un llamado grave de atención a una clase política que la opinión pública considera poco o nada representativa y muy ineficiente y corrupta. Pero la encuesta publicada el viernes por EL UNIVERSAL en primera plana revela que esta ruta es muy poco probable. El 76% piensa que no está bien anular el voto y 88% no está dispuesto a hacerlo.
Aunque puede preverse un abstencionismo considerable, como ocurre regularmente en elecciones intermedias, no es probable un escenario en que la mayoría deje de ejercer el sufragio. De ahí que las preguntas sobre el hartazgo por los políticos realmente existentes deban conducirse por otro derrotero.
Hasta 1996, cuando se consigue la instauración de una autoridad electoral independiente, la lucha de los entonces partidos de oposición empujados por una buena parte de la ciudadanía se orientaba a abrir un espacio al pluralismo que no había sido completado en el sistema político. En ese momento los intereses de los partidos opositores eran cambiar las reglas electorales que obstaculizaban la formación de mayorías alternativas al PRI. Sin embargo, la peculiar manera en que se llevó a efecto la institucionalización del nuevo sistema de partidos en condiciones equitativas de competencia, más que superar el sistema hegemónico, amplió la membresía del club con derecho a participar en el ejercicio del poder con todos sus vicios.
Llegados a este punto, los partidos experimentaron una identificación de sus intereses básicos, centrados en el acceso a las prerrogativas, principalmente económicas, que les da la ley, a la vigilancia férrea del portal de acceso de nuevos agentes a la representación política y a la limitación de las facultades del árbitro electoral.
Por su parte, la ciudadanía observó un cambio en la panorámica de lo que había apoyado previamente. Llegados al poder, ahora había que elegir entre las alternativas de gobierno y políticas públicas ofrecidas por cada opción disponible. Pero lo que no fue percibido debidamente fue que el ejercicio del poder en el sistema heredado induce un sesgo en la orientación de los gobernantes, cuyos intereses por la preservación y ampliación del poder difieren de los intereses de los ciudadanos por disponer de políticas y gobiernos satisfactorios. A esto se agregó el fortalecimiento del sistema de partidos, dotándolo del monopolio de las candidaturas y por consiguiente de la representación.
En el decurso de esta etapa, los ciudadanos y ciudadanas observamos cómo se desenvolvió la competencia y sus resultados en el ejercicio de la representación y los gobiernos. El problema principal en la percepción social es que los partidos responden a intereses que no son los de la ciudadanía, que han dejado penetrar intereses especiales para mantener nichos de privilegio, que se han beneficiado de la corrupción en lugar de erradicarla, en fin, que no nos han traído buen gobierno.
Pero los ciudadanos no hemos hecho la parte que nos toca en la democracia. Nos quedamos varados en el rol jugado hasta 1996 y, lejos de procurar la organización independiente en función de la diversidad de intereses, aceptamos la captura de la representación por los partidos y las reglas de gobierno que aún corresponden al régimen de la Revolución.
Dejar de votar no tiene sentido. Lo que hace falta es que, además de votar, encontremos la forma de transformar el régimen político en un régimen democrático y representativo que supere la contradicción flagrante entre valores, principios y normas autoritarias para gobernar y reglas, valores y principios democráticos para elegir gobernantes. La salida no será fácil, pero es la única manera de enfrentar el problema en sus términos. Si no nos gusta el menú, necesitamos cambiar de restorán, no matar la democracia.
* El Universal, 7 de junio de 2009
** Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM
ugalde@unam.mx
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