A la carta
Daniel Salazar
Expediente Pemex
Alfonso Teja
Hiram Berrones
Tomás Corona
La Rosa Blanca
Niño Fidencio:
de Roma a Espinazo .
HEMEROTECAS
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ODA CENTENARIA A INTELECTUALES ESNOBITAS
Tomás Corona Rodríguez
Habitan, exhibicionistas y extravagantes, en finos receptáculos de vidrio craquelado.
Dañan artificiosamente en su procaz intento de socavar misterios insondables.
Joden cotidianamente al prójimo, ávidos de conmiseración y un mendrugo de pan.
Pisan lirios blancos, pureza inmaculada, manchándolos con su prosa mugrienta.
Talan añejados árboles literarios para fortificar sus agrietados y procaces textos.
Evitan rozarse con la muchedumbre taciturna y dolorosa que refleja su pobreza.
Logran sus inicuos fines pisoteando los cadáveres marchitos que dejan a su paso.
Aglutinan jilgueros que se ahogan rabiosos en su pecho de coplas discordantes.
Gustan de maldecir y de vituperar para llamar la atención de los fatuos perversos.
Involucran en su soez histeria por descifrar la desquiciante llaga de la vida infeliz.
Niegan su destartalado origen signado por la ignominia pauperizada y maloliente.
Cenan vocifugios ditirámbicos entre risas falsías y rumiantes ecos compartidos.
Fugan sucias gotas de álgido silicio con rabiosa impotencia por saberse mediocres.
Olvidan pronto, incapaces de tolerar el más imperceptible soplo de dicha verdadera.
Urden planes maquiavélicos para salir triunfantes pero sus rasgaduras los delatan.
Sitúan fuera de lugar a los seres y objetos para explicitar su disonancia cognitiva.
Beben viernes perversos y sábados de gloria, entre elíxires de juventud marchita.
Huyen de la verdad ceniza que redescubriría su descarnada y mísera existencia.
Encajan esquirlas ácidas y cuñas hirientes que fracturan el noble placer de servir.
Riman dicotomías insustanciales que provocan hastío en los cáusticos lectores.
Someten a la musa elíptico-poética con el etílico fluir de sus magros aforismos.
Anuncian, heraldos oscuros y apocalípticos, el inminente fin del homo sapiens.
Duplican estereotipos literarios mimetizándolos por entre los aires del tiempo ido.
Justifican su fofo hacer en el erario declarando irónicos su fanfarronería impúdica.
Rastrean eventos fatuos y gratuitos que alimentan su vanidad y sus tripas miserables.
Luchan cada mañana contra los demonios que azuzan su deteriorada cordura.
Ondean banderolas de arcoiris, su fementido y mancillado sexo de mariposas negras.
Maman de la ubre gubernamental hasta hincharse golosos de regodeos gratuitos.
Corrigen en el éter, ateridos y ocultos, prístinas metáforas que jamás escribieron.
Navegan con el jirón roído de la desvergüenza, acicalando al demonio del cinismo.
Toman sin pedir y piden sin dar: versos, mujeres, libros, moradas, bibliotecas.
Bifurcan laberintos borgianos pagando álgidos e inescrutables costos por su dicha.
Fabrican, ufanos, miel envenenada para nutrir la vehemencia de los espectadores.
Patean latas de incertidumbre, maldiciendo el doloroso instante de su concepción.
Vulneran al mundo cada vez que lanzan saetas versificadas de su rústica alforja.
Evaden su yo interno y sobreviven a expensas de los otros como la rana aquella.
Viven, veleidosos, entre sutiles telarañas platinadas por la cruel desafección.
Invocan a las erinias y a los faunos, padres primigenios de los poetas vulgares.
Usan máscaras de artificio para no hundirse en la resaca mortuoria del olvido.
Gestionan papeleos incesantes que los acrediten como unas grandes mierdas.
Jadean en feroces duelos fálicos en contra de sus bestiales e impúdicos análogos.
Ladean el barco a su favor, siguiendo vientos favorables, con sueños de grandeza.
Pululan, espectros atorrantes, tocando aceradas puertas de herméticas editoriales.
Numeran el afecto sumando odios, restando alegrías y multiplicando el desamor.
Velan el orbe, sigilosos y trémulos, impíos ángeles arrojados del cielo y del infierno.
Rumian coplas fementidas que guardan desconfiados en su roído odre juglaresco.
Invaden los lúbricos bares, moscas verdes y zumbonas, llenándolos de estiércol.
Botan cacharros endulcorantes aguijoneados por atávicos eufemismos estériles.
Gastan nubes estériles y falsos firmamentos queriendo prodigar una lluvia poética.
Odian los pulimentados espejos que reflejan crudamente su pervertida imagen.
Mojan con lágrimas salobres el doliente devenir de su decantada vida trashumante
Disfrutan de sí mismos hasta saciar su ego, gusanos apilados en ajado cadáver.
Suministran pequeñas dosis de narcotizantes efluvios poéticos a lectores incautos.
Tuercen cuellos de cisne pretendiendo asir el incandescente devenir de la belleza.
Cubren con afeites de versos desteñidos su pervertida imagen de divas trasnochadas.
Fían en sus líricos menesteres aun sabiéndose simples clones de ficción literaria.
Ultrajan la maravilla y el encanto con elegías sacrílegas y blasfemias dionisiacas.
Elevan plegarias al infierno dantesco implorando beatrices que inspiren su fastidio.
Hollan pétalos de jazmines y azahares para salvaguardar su esqueleto de la desolación.
Aducen cánones y esquemas infecundos de versificación desvencijada y rucia.
Follan indiscriminadamente anteponiendo el goce sensual a su raquítico intelecto.
Leen la novedad y citan a los clásicos creyendo que resguardan su torpe ineptitud.
Polvean su pálida faz con polvos de basura literaria para encubrir su pudibunda ruina.
Unifican sus desquintadas voces en un cántico insubstancial e incomprensible.
Elaboran erráticos e impúdicos pasquines empastados con paupérrima ignorancia.
Gimen de infelicidad por saberse ajenos y desviados de la verdadera exquisitez.
Domestican corpúsculos amorfos y etéreos para alimentar su ego inmensurable.
Operan, androides de oxidado corazón, mecanizando inertes la escritura automática.
Vomitan mustios versos, prosas extravagantes, retórica inconexa culterana y oscura.
Hilan virtudes y pecados sin fin, interminable rosario que refleja su infinita resaca.
Mugen, vacas sagradas trepidantes, cuando la alfalfa pública ilumina sus sentidos.
Rotulan anodinas notas periodísticas que dejan entrever su exasperante egolatría.
Salvaguardan hirsutos el plausible poder de los versos decantados por el tiempo.
Temen tocarse el alma herida porque estallarían en fragmentos de poemas rotos.
Bullen entre perennes devaneos de locas perversas tercermundistas trasvestidas.
Incrustan trillados versos en el mosaico surrealista de la composición intertextual.
Acicalan gustosos e infamantes la cotidianidad de la indecible y pútrida nostalgia.
Necean en sucias torres de inhumano granito, cantando loas como pericos verdes.
Jerarquizan abyectos amor y sentimientos para venderse siempre al mejor postor.
Ciñen prestos guirnaldas artificialoides e inmerecidas en sus adoloridas frentes.
Pegan remiendos en su bofo cerebro, desgastado por el plagio de imágenes poéticas.
Develan enmohecidas placas oropelescas de falso glamour alienado y maloliente.
Miden dolosamente sus míseros favores para cobrarlos luego por fétidos diamantes.
Sellan, ciegos de rabia, la ineludible queja contra la protesta contrahegemónica.
Untan secretos bálsamos en su rostro marchito, intentando revivir la inocencia perdida.
Imaginan mil mundillos rosáceos, plagados por la náusea y el lacerante encomio.
Titilan, estrellas inefables y huecas, en recortado cielo de su obnubilada creación.
Liman sus oblongas uñas que dejan entrever su corto y anquilosado entendimiento.
Afean con su pubis deforme y galopante la pureza y candidez de la hermosura.
Gozan deliberadamente, llagados por el cortante flagelo de la impunidad del arte.
Oprimen emociones hasta asfixiarlas con las ligas hirientes de la cruel indolencia.
Caminan ensimismados, sangrándose, entre feroces zarzas y hiedras venenosas.
Emocionan, farsantes, hasta el llanto fingido, mascarones de idólatra y fría piedra.
Baten palmas de odio amartillado contra todos, desconocidos, amigos y enemigos.
Restituyen su carcomida estirpe con orondos bucles de frivolidad y fantasía poética.
Hielan con su aliento de sílfides raquíticas el rocío candoroso de la misericordia.
Nombran con impúdicos versos la sencilla cotidianidad de la armoniosa y dulce vida.
Juran fervor eterno a la infamia, profesan fidelidad adulterada, moralidad podrida.
Fenecen, pavorreales ostentosos e inútiles, desplumados por su propia petulancia.
Vaticinan lacerantes futuros en el subconsciente de su honda visión paradigmática.
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