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“Hace casi veinte años que no voy a Torreón”, pensé mientras daba un sorbo al café del termo, negro y amago como mi futuro. Repetí el ejercicio y sonreí al recordar la cara de la mesera que rellenó el recipiente.

Con qué me iba a encontrar, era la duda que me asaltaba siempre que pensaba en volver y me ayudaba a desechar el proyecto de viaje a la ciudad donde estudié mi carrera, donde viví algunos años.

No era como volver al DF, donde sabía que esa ciudad siempre me esperaba y me sorprendía en cada viaje, donde las referencias de la memoria aún continuaban, excepto los lugares que se borraron con el temblor, los que trato siempre de eludir para no perderme en una ciudad desconocida, renovada, otra ciudad que no viví.

¿Y si buscaba a los compañeros?; sería arriesgarme al obligado recuento, al balance necesario para evaluar, comparar; sería colocarme en el blanco, a responder cuestionarios básicos y comunes; a la exigencia de preguntar por aquél o aquélla; a evadir los cuestionamientos sobre los muertos, que se murieron sin estar presente, sin mi compañía y justificar el abandono.

Pasar por Rinconada me salvó. Los sembradíos de ajo, los pinos y la leyenda del robo al tren, me obligaron a desviarme del recuerdo original, un proyecto pendiente, un proyecto abandonado en el cajón al que un día volveré.

Pero también pasar por Rinconada me situó en otra época, en otro proyecto; eran los tiempos de andar a salto de mata, de agarrar trabajos de lo que fuera y como fuera. Entonces el compañero Daniel era delegado municipal, había una campaña de afiliación al PRD y se pagaba. El trabajo era simple: en casa de unos compañeros se habilitó el centro de afiliación y había que estar unos días en esa comunidad.

Trascurrió con regularidad el día, de alguna manera se fueron quedando rezagados los viejos, acomodados en sillas, supervisando nuestra labor, preguntándose por la presencia de tal o cual compañero, saludando a viejos compadres y haciéndose las mismas viejas bromas de siempre. Aproveché para terciar en las pláticas y acribillarlos a preguntas, que si Blue Demon era de ahí, si había parientes todavía que vivieran en el pueblo, el asalto al tren de Rinconada, cuál era el Puerto Conejo, los músicos ambulantes que llegaban hasta las fiestas de Laguna de Sánchez.

De la historia nos fuimos al presente, los cultivos, la calidad y origen del agua, los créditos, la tecnología agrícola, comparando lo que se hacía y cómo se podía hacer; salió a flote la eterna falta de organización de los compañeros, la falta de dinero. La venta de terrenos.

Carlos Salinas modificó la Ley de la Reforma Agraria, para devolver a los acaparadores de tierra lo que se les quitó en el 36; así pudieron comprar particulares, parcelas, hectáreas de tierra de cultivo, precios que al principio servían para pagar al coyote que los llevaría al otro lado o para construir en García un cuarto de material en algún terreno de posesionarios.

En este momento se levantó de su asiento uno de los viejos, gordo, güero, bigote aún oscuro, con su voz ladina de quien está acostumbrado a callar a sus compañeros, de quien se supone sabe más que todos porque dice es amigo del mero mero de la CNC; incluso se tomo fotos con él, compañero de la comunidad que después de los agraristas tomó la dirección del ejido, transó con el delegado del banco los anticipos y los créditos, hasta que se endrogaron y ya no pudieron pagar y ya no había dinero para refaccionar las cosechas; fue el que le dijo a sus hijos que era mejor dejar la tierra e irse para la ciudad, o mejor aún, pa’l otro lado.

“¡Noooo!, mire licenciado -me dijo, encarándome-, eso de soñar con que esta mugre tierra sirva para algo es muy bonito, pero la gente es floja, ya no quieren trabajarla y po’s qué mejor que venga alguien con billetes y le meta maquinas y así po’s el que quera trabajar po’s hasta algún dinerito pueden ganar; pero a éstos les gusta hacerse güeyes, nunca se les va a quitar, que vendieron la tierra, po’s sí, pero hasta para eso son pendejos; hay quien vendió en dos mil pesos y se largó, no ha vuelto, no supieron aprovechar; mire, yo vendí esos terrenos de allá enfrente, en las faldas del cerro, mírelo cómo está pelón, pa’qué pueden servir esos terrenos; un día llegó un viejo adinerado y se aventó una hablada, que él quería comprar un terreno, pero un terreno grande, de aquel lado de la carretera y yo po’s le dije que le vendía diez hectáreas y le dije cuáles eran; primero me daba diez mil pesos y al final terminamos en quince mil pesos y una camionetota. Viejo pendejo, me lo transé, pa’qué pueden servir esos terrenos.”

El silencio de los viejos le dio la razón, ese güero sí que es listo, nadie dijo nada y se fueron saliendo argumentando la hora de cenar.

Terreno frente a Rinconada, al sur de la carretera, diez hectáreas, y las obras de la nueva autopista serpenteando por las faldas del cerro pelón y el rumor de que frente a Rinconada se construirá una central camionera para seis mil camiones, para que no entren a Monterrey, con restaurantes, gasolineras, baños, hoteles, y toda la parafernalia para atender a camioneros y cargas. “Ese viejo sí que es listo”, pensé, y le di un trago al café que traía en un termo.

 

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