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Según la famosa definición de Weber, un partido político es una asociación dirigida a un fin deliberado que puede ser la realización de un programa con fines materiales e ideales o  con un propósitos de  carácter puramente personal, como lo es la obtención del poder y el honor de sus dirigentes y seguidores o bien, de los dos al mismo tiempo. En otros términos, se trata de una agrupación de individuos que se organizan para conquistar el poder político dentro de una comunidad con la finalidad de realizar objetivos sociales, personales o ambos.
          Sin embargo, suponer que el propósito de un partido político y el de sus alianzas o coaliciones es solamente la obtención del poder a ultranza y que eso es lo único que importa, si bien cae dentro de la definición, no por eso tiene valor moral ni social, aunque la egoísta pretensión valga porque ninguna ley lo impide. Por eso, se dice que el pragmatismo olvida principios y valores. En él, lo que importa es ganar.
          El pragmatismo rampante, deja de lado el conjunto de necesidades y valores sociales a resolver con el ejercicio del poder, y se concreta al sólo propósito de obtenerlo. Ganar el poder, “haiga sido como haiga sido” se convierte en el único fin. Lo que importa es vencer, alzarse con el triunfo electoral y derrotar a todos los demás.
          Muchos ciudadanos, desencantados de nuestra incipiente democracia y hartos de nuestra clase política y sus partidos, ya no esperamos que éstos sean capaces de postular un proyecto de Nación a la altura de los retos actuales; tampoco les pedimos fijar rumbo para alcanzar un destino que sirva de horizonte ético-político a la gobernanza y las políticas públicas que tampoco proponen. Los sabemos a todos incapaces de eso. Nos conformaríamos con elementales propuestas de solución a los principales problemas que nos aquejan pero, a los dirigentes y precandidatos de los partidos políticos, por lo pronto, eso parece no importarles.
Para designar a los candidatos que contenderán para ocupar puestos de elección popular, cualquiera que sean las reglas, la elite que decide en cada partido: presidente, gobernadores, senadores, diputados y dirigentes, en vez de preguntarse por los aspirantes más afines a los principios fundacionales de su respectivo partido, indagar quiénes de ellos están mejor informados y preparados, y quiénes son los más capaces y honestos, si acaso los hay, se inclinan por los que les parecen más leales y convenientes a sus proyectos personales. Los apadrinan porque creen que su apoyo les bastará ganar aunque, paradójicamente, sean los más inviables.
Los ungidos pueden saber nada sobre los principios de su partido, pueden ignorar cómo atender las más urgentes necesidades sociales, incluso pueden despreciarlas y hasta haber actuado en su contra; lo que cuenta es que les sean útiles y fieles a su respectivo patrón, sólo importa la confianza que le tengan los que mandan. Ya luego se encargarán de convencer a propios y a extraños que su candidato es el idóneo y que su partido actúa conforme a ideales.
En la teoría, no en la pragmática realidad, se supone que los partidos políticos son un instrumento importante a través del que los grupos sociales se acceden al sistema político para plantear sus necesidades, sus reivindicaciones, e influir en las decisiones políticas. Así, para un partido político con ideales, conquistar el poder y en consecuencia gobernar tiene como propósito atender esas demandas de la sociedad, razón por la que los candidatos designados deben ser, naturalmente, aquellos que mejor comprenden esos problemas y los más capacitados para intentar su solución con gobernanza. Nada de eso está ocurriendo en Nuevo León. Aquí, primero llegamos y luego vemos.
Ésa es nuestra lamentable realidad. Ese pragmatismo político lo alentamos todos. Las causales del divorcio entre ética y política en nuestra frágil democracia representativa, no las ponen sólo los partidos y la clase política. Los principales culpables somos nosotros: los electores.
Los no ciudadanos, desinteresados, desinformados, sin cultura política, manipulados por los administradores de la ignorancia, en su mayoría, no sólo no votarán en contra de los así elegidos sino que se abstendrán de votar. El 5 de julio, estarán en el jale, su casa o el mall.
 Para los más de esa minoría que será llevada a votar, no importan ideales, ni propuestas o programas de acción, tampoco las virtudes o defectos del candidato; en ese escenario de abstención, ganará el candidato del partido que mejor movilice su aparato de acarreo, captación y cooptación del voto. Ellos lo saben bien. A eso le apuestan. Por eso no importa la impopularidad del candidato impuesto, ni el que sea chapulín, inepto o deshonesto.
Claro que para amarrar el triunfo y poder servirse de los innegables beneficios que trae consigo el ejercicio del poder, será necesario contar con la alianza del partido magisterial, de eficacia demostrada, cuyo gremio disciplinado y controlado participa obedeciendo la instrucción de por quién votar, y sabe cómo operar el sistema electoral del que siempre ha formado parte.
Al pragmático que desea ganar al precio que sea, aliarse en coalición con el desprestigio no le importa, eso no cuenta a la hora de votar. Los disminuidos electores emitirán su voto duro, amarrado, indicado, comprado, cooptado, sin que importe el descrédito de la ruindad de sus aliados. Si en verdad todo se vale con tal de ganar, ¿por qué no una coalición con el narcotráfico?; de repente ganan todos los municipios, como preguntó Mauricio Fernández (El Norte, 20 de enero 2009).

claudiotapia@prodigy.net.mx

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