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La crisis que padecemos los mexicanos es la misma, necia, recurrente, crónica. Prácticamente, todos los conciudadanos que hoy estamos en el país, hemos nacido y sobrevivido en ella.
La sexenalmente prometida prosperidad con justicia e igualdad, nunca llegó. No para todos. Desde entonces, nuestra clase gobernante ha estado por debajo de los retos que tendrían que haberse superado para estar en vías de alcanzar la vida democrática y el bienestar al que aspiraron quienes hicieron la revolución.
Desde 1947, Daniel Cosío Villegas, en su celebre y breve ensayo “La crisis de México”, inició el debate al afirmar que la Revolución Mexicana había terminado realmente con Cárdenas. Más aún, sostuvo el celebre personaje que la Revolución Mexicana –el movimiento social de 1910- había, finalmente, muerto. Poco tiempo después, José Revueltas, con su visión materialista de la historia, le puso apellido a la enfermedad: la nuestra, dijo, es una crisis de nacionalidad. “La crisis de la revolución Mexicana se ha convertido en la crisis de México, en crisis histórica del país”.
No resisto la tentación de reproducir las palabras con que don Daniel inició el mencionado ensayo, porque parece que las dijo hoy: “México viene padeciendo hace ya algunos años una crisis que se agrava día con día; pero como en los casos de enfermedad mortal en una familia, nadie habla del asunto, o lo hace con optimismo trágicamente irreal”. Catastrofista, le dirían hoy los que no advierten que ya empezaron a dejar de gobernar.
Y si afirmo lo anterior es porque, lo prolongado de nuestra crisis ha hecho posible que ésta vaya de la mano con la ingobernabilidad. Después del respiro obtenido con el desarrollo estabilizador, no exento de crisis en lo político y social, el problema retoñó a partir de los setentas y llegó para quedarse. Fue así como los nefastos personajes, crisis e ingobernabilidad, contrajeron su indisoluble matrimonio.
La ingobernabilidad no se refiere sólo a la pérdida de la facultad coactiva del estado para cumplir y hacer cumplir la ley, lo que ya ocurre, sino a la falta de capacidad para conducir a la sociedad hacia objetivos valiosos y organizarla para alcanzarlos. La posibilidad de que esto ocurra es ahora, como nunca, dramáticamente real, así lo señalan quienes nos ven desde afuera.
Las razones del perverso binomio: crisis-ingobernabilidad, son inobjetables. Las demandas sociales acumuladas y desatendidas durante todo un siglo, incrementadas por el crecimiento demográfico, el aparejado agotamiento económico del desarrollo y los valores sociales que lo hacían válido ya no pueden satisfacerse con la mermada capacidad instalada de nuestra sociedad. Y, aunque los actores políticos y económicos algún día se den cuenta y se propongan enfrentar el reto, fracasarán en el intento de recuperar la legitimidad de un gobierno que no pudo ni supo conducir a su sociedad al prometido bienestar con justicia e igualdad. A menos que cambien de modelo y de forma de pensar.
Es por eso que elEstado Fallido puede ser el resultado de una crisis mayor, capaz de arrastrar al conjunto social al colapso económico, político y social. Ominosa realidad que, las ingenuas palabras surgidas del optimismo trágicamente irreal, no puede exorcizar.
La progresiva incapacidad gubernamental y el también creciente descontento social manifestado de manera cada vez más violenta, deteriora, querámoslo o no, la limitada capacidad de respuesta del gobierno que, para acabarla de amolar, también carece de legitimidad por su cuestionado origen.
Vivimos así, atrapados en un círculo vicioso de creciente ingobernabilidad entendida ésta, simplemente, como la pérdida de la capacidad del gobierno para gobernar, de la imposibilidad de aplicar el derecho y, de poder valerse de los recursos del resto del sistema político, económico y social.
La ecuación: crisis–ingobernabilidad–procesos de debilitamiento, desorganización y descomposición–deserción, crispación, conflicto, enfrentamiento y delito, se convalidó a lo largo de nuestra historia nacional.
La recurrencia en el círculo vicioso, erosiona cada vez más la legitimidad del estado y lo más grave, conduce al desencanto de la ciudadanía que creyó, erróneamente, que con democracia instrumental se sustituiría el ineficiente equipamiento institucional, fiscal y administrativo culpable de que la serpiente se muerda la cola.
Ni qué decir del Estado paralelo, así con E mayúscula. Ahí está el combatido crimen organizado, que ejerce dominio sobre amplios territorios, impone su imperio sobre las personas a las que atrae con su distributiva derrama económica y somete con violencia, y recauda contribuciones con más eficacia que el SAT.
La evidencia de que se ha empezado a dejar de gobernar, muestra la persistencia y gravedad de la crisis, exhibe el alto riesgo de que se desplome la totalidad del sistema y nos coloca ante la imperiosa e impostergable necesidad de enfrentar, de muy otra manera, la desigualdad, el mal desarrollo y la corrupción, nombres distintos de la injusticia social.
Ya no queda tiempo. La crisis recurrente ha caído en etapa aguda terminal. Si no actuamos de inmediato y con decisión, el colapso económico, político y social nos convertirá en el Estado Fallidoque hoy negamos ser.
claudiotapia@prodigy.net.mx
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