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15 de marzo de 2010
15diario.com  


 

El mercadeo del poder

Claudio Tapia

Durante más de una década, los hombres del poder se dedicaron a demoler el poder. La ineficiencia y la corrupción que históricamente ha padecido el Estado mexicano, se agravó con la proliferación de la violencia que el viejo régimen había logrado controlar. El resultado está a la vista de todos: la opresión, el temor y el desorden que no viene del exceso de poder, sino del defecto de poder.

            Ya no es el miedo a una persona lo que nos agobia, nos dice J. Fernández Santillán, sino el hartazgo de ver cómo ha venido a menos la autoridad para frenar el desorden. El único remedio, propone, es rehabilitar, democráticamente, el poder del Estado; propósito que, en mi opinión, implica resolver el problema de su generalizada corrupción.

            Nuestra época acusa una fuerte corriente de escepticismo en torno a la política, agravada por la bien ganada falta de credibilidad en sus dirigentes. Sabemos bien que nuestra clase política, ineficaz, inepta y corrupta, es incapaz de aportar soluciones y cumplir sus promesas para alcanzar el bien común. Algo peor, los más, son irredimibles.

            No obstante debemos suponer, para no cancelar la esperanza de que es posible adecentar el poder que se ejerce en público, que mientras más decepcionante es la sociedad, más medios implementa para reoxigenar la vida pública. Debemos asumir que es posible moralizar a la sociedad y al poder público. La ilusión es también uno de los medios para salir del pesimismo. El grado cero de la esperanza es el horror. Y eso, no.

La moral pública no es solamente una obligación moral o jurídica, sino también una obligación política. Es la obligación política por excelencia, impuesta por el principio que regula la vida del gobierno democrático: <<el poder democrático, es un poder que se ejerce en público, a la vista de todos los coasociados>>. N. Bobbio, Democracia y Corrupción, El poder en público, periódico turinés La Stampa, julio 1987, trad, J. Fernández Santillán.

            El prestigiado teórico del positivismo jurídico, en el ensayo citado, restringe el amplio campo de la corrupción, para referirlo solamente al que mancha a la política. En ésta, nos dice, es preciso que por lo menos uno de los dos sujetos de la relación corruptor-corrupto, sea una persona investida de un poder político o público, dotada del derecho de ejercer la capacidad de tomar decisiones a nombre y por cuenta de la colectividad.

            Son dos la situaciones en las que la corrupción política encaja: aquella en la que el sujeto político actúa para conquistar, conservar o no perder el poder; y aquella en la que, una vez que lo ha conquistado y lo sostiene firmemente, se sirve de él para sacar ventajas personales. El filósofo del derecho aclara que, en el mercado político democrático, ambas situaciones están íntimamente relacionadas porque el poder se conquista con votos: una de las maneras de conquistar el voto es comprarlo, y una vía para recuperar los gastos efectuados para tal fin, es echar mano del poder conquistado o adquirido para obtener beneficios pecuniarios provenientes de aquellos a los que el uso de tal poder les puede procurar dividendos. El poder cuesta pero reditúa.

Para el autor de la Teoría General del Derecho, las dos situaciones están vinculadas pero es preciso diferenciarlas. En la primera el político desempeña el papel de corruptor; en la segunda cumple el rol de corrupto.  En el primer caso, el elector ofrece poder a cambio de una compensación; en el segundo caso, un grupo de interés ofrece una cantidad de dinero a cambio de una prestación que sólo el detentador del poder puede ofrecer. El político, comprador y vendedor de poder.

Otra diferencia está en que mientras el clientelismo, esto es, la recolección de votos mediante el ofrecimiento a los electores de beneficios personales, incluidos los pecuniarios, es una forma de corrupción degenerativa de la relación electoral que ocurre generalmente en público, el abuso del poder para obtener canonjías personales (soborno) no se puede sino realizar en secreto. Y sólo una vez descubierto, cae, o debería caer, bajo el peso de la ley.

Nada contradice más a la ética de la democracia, nada daña más al régimen que requiere de la publicidad de los actos de gobierno, que la política del ocultamiento del ejercicio de un poder que se ejerce a nombre de todos y no a nombre propio. El poder democrático se ejerce en público. El autocrático y el oligárquico, no. Nos dice el filósofo del derecho.

Al reflexionar sobre la corrupción que corroe al poder que no se ejerce en público, no pude dejar de pensar en el generoso sacrificio, ausente de propósitos de lucro que, por compromiso social, se empeña en llevar a cabo la cervecera Heineken- Femsa, financiando su negocio privado con un bien público que sólo los que detentan el poder le pueden, ilegal e inmoralmente, entregar en la opacidad.

El mercadeo del poder que no se ejerce en público, es corrupción, nos dice el jurista de Turín.

claudiotapia@prodigy.net.mx

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